Por ejemplo: creía que el desafío estaba en el espacio exterior y en quién llegaba primero a Venus, por nombrar un planeta, y ahora me doy cuenta de que la misión consiste en encontrar una vacuna.
Nunca he querido ser vacunado, incluso me preciaba de ese olfato y desconfianza, porque conmigo no. Ahora sí.
Espero que la descubran y que no sea como el tesoro de la isla de Juan Fernández, el avión del Teniente Bello y la honradez del pueblo chileno.
Nada me importa, solo que la encuentren e incluso que el pinchazo me duela, porque querrá decir que estoy vivo el ojo.
En cierta forma, se me detuvo el proceso evolutivo, lo digo en términos científicos: se me entró el chupete, y se me fue una patita para atrás, y me entró el julepe, un término que creía arcaico, cosa que también era un error, por lo que me inundé de temor y ahora no quiero terminar con las dos patas por delante.
Así que me siento remoto, por tanto, lejano y distante de todos y todas; lejos del mundanal ruido, cuyo eco se pierde y apenas se escucha, apartado del día a día y más bien en la eterna noche flotante, como si ya me hubiera ido o quizá como el señor Valdemar, un caballero en cama y solo sujeto por hilos: de voz y vida, de sueño y memoria.
Alguna vez, en otra época reciente, fui un chileno en la imaginada Arcadia; avanzaba como Juan Sin Miedo por los pasillos de palacio, y llenaba mi carro metálico con los frutos e inventos del mundo: aceitunas hojiblancas de Córdoba, caviar del mar Caspio, aceites importados de Esmirna, fósforos de la India y una carne de wagyu de la Patagonia o de las praderas de Anatolia, y qué más da, porque en esta era globalizada y generosa, todo se puede. Así me sentía y lo reconozco, feliz en la tierra de Arcadia, donde no hay mejor buen salvaje que un gran cliente.
¿Volar? Todo lo que pude y con recursos al contado y con millas acumuladas. A lo mejor fui demasiado lejos y me anduve quemando.
Alguna vez fui un chileno en la Ciudad de los Césares, también llamada Trapalanda, y figuraba en la larga fila del progreso. Que era bien larga, eso sí, pero de avance seguro y con paso propio de legión, en dirección al otro quintil, después al otro, y ya nos falta poco y nos vamos de a dos en dos, y no hay nada en el desarrollo que me espante.
Iba yo hacia el reino de Shangri La, entre rayos de luna y del brazo de Blancanieves.
Alguna vez fui un chileno en la isla de la Atlántida, a la que no le entraban balas y que navegaba segura y protegida de todo lo malo que ocurría en los continentes de tierra firme.
Creo que de ahora en adelante hay que hacer las cosas bien.
Desde luego, diferentes en letra y espíritu.
Ahora que estoy con temor y a patadas con la peste, lo veo claramente: debemos cambiar las costumbres, modificar los hábitos y hasta pensar de otra manera.
Busquemos en el virus la enseñanza; en la crisis, la oportunidad, y construyamos una señal de unidad y tolerancia: somos la humanidad.
Una vez dicho lo anterior, les advierto que no se equivoquen conmigo, soy un chileno viejo. Me conozco, soy el que soy, y ahora mismo se los digo: una vez sano, no cuenten conmigo.