Voltaire observó una vez que “si bien la historia no se repite, la naturaleza humana sí lo hace”. Con este criterio de análisis, me he preguntado cuánto ha cambiado nuestra historia desde 1348, en que se desató La Peste Negra, o La Gran Mortandad, hasta llegar al actual coronavirus; y cómo hay rasgos de nuestra condición humana que permanecen, aunque ahora se expresen en formas muy diferentes a las de antaño. Es una buena manera de poner en perspectiva lo que hoy nos ocurre, cuyas consecuencias —más allá del número de víctimas— en términos de disrupción económica y social son impredecibles y quizá tan aterradoras como el virus mismo.
Dicha peste disminuyó la población mundial en al menos 30%, y en algunos lugares en 50% o 60%; eso, actualmente, equivaldría al menos a unos 1.900 millones de vidas. Para dimensionar la magnitud de esa plaga contamos con testimonios desgarradores de contemporáneos, incluido Bocaccio, que nos permiten revivir en toda su desesperación lo que entonces se vivió. Este magnífico escritor nos cuenta: “Cuántos hombres valientes, cuántas hermosas mujeres desayunaban con sus parientes y en la noche cenaban con sus ancestros”. Las víctimas tosían sangre y, después de vómitos incesantes por tres días, morían, y con ellos también cualquiera que les hubiera hablado o tocado sus ropas. Las personas se enfermaban por miles al día y morían sin ayuda ni atención. Morían en las calles, y otros eran encontrados en sus casas por el hedor de sus cuerpos, solos y desamparados. Los sitios consagrados no daban abasto para esta multitud de cuerpos que se apiñaban por cientos en enormes trincheras, apenas cubiertos por un poco de tierra. Y allí llegaban perros y lobos a alimentarse de los muertos. Otro cronista cuenta que los carros de recolección transitaban por calles desiertas, recogiendo los muertos de la noche anterior, y los lanzaban formando “como capas de lasaña” en hoyos comunales, los maridos abandonando a sus mujeres moribundas y los padres a sus hijos agonizantes, por miedo al contagio. “Cada uno”, agrega Bocaccio, “pensando solamente en adquirir inmunidad para sí mismo”. Los médicos rehusaban ver a sus pacientes y los curas a administrar los sacramentos; los comerciantes cerraban sus negocios; las personas huían de las ciudades hacia el campo, pero la plaga perseguía a “todo trozo de carne que se movía”: vacas, ovejas, cabras, chanchos y gallinas.
En la peste y en el miedo surgen, con voracidad, la necesidad de buscar culpables y los prejuicios: ayer muy virulentos, hoy más inocuos. Y así, muy luego, surgieron las víctimas propiciatorias, y entre 1348 y 1349 se desató el más violento antisemitismo en Europa, y miles de judíos fueron masacrados o quemados en hogueras tras ser acusados de haber envenenado las aguas con el virus. Otros culpaban al pecado y a los herejes, y creaban grupos de los llamados “Flagelantes”, que creían redimirse matando judíos y azotándose los unos a los otros por las calles tres veces al día, con pesadas correas de cuero, incrustadas con piezas de metal, para luego transitar a la próxima ciudad para continuar sus torturas, diseminando aún más la plaga.
Cuando la ignorancia y la ausencia de ciencia se suplían con miedos, intuiciones, supersticiones y creencias religiosas infundadas, esa naturaleza humana, que poco cambia, podía alcanzar el cénit de la perversidad, porque si ella no es domeñada, es cruel, egoísta e irracional; pero, también, capaz de grandes actos de generosidad. Las pandemias producen ejemplos de ingenio y compasión, caridad y codicia. Pero los avances en el conocimiento han permitido que esa perversidad, siempre latente, hoy se exprese con mucho menor ensañamiento. Sobre todo, tanto la humanidad como la civilización son resilientes, y frente a los peores avatares son capaces de sobrevivir. Resistiremos.