Hace casi dos décadas, tuve la oportunidad de conversar en París con Paul Virilio, ensayista francés y profesor de urbanismo. Virilio era considerado un apocalíptico, pero más sofisticado intelectualmente que muchos profetas del pánico que proliferaban entonces, en la cercanía del nuevo milenio. Virilio afirmaba, en síntesis, que nuestra civilización se aproximaba —como el Titanic— a gran velocidad hacia un accidente global. Él usaba la palabra “accidente”. ¿Y cuál iba a ser el “iceberg” de ese accidente? Virilio pensaba que iba a ser un accidente informático.
Para el pensador francés, cada civilización tiene su propia velocidad: no es lo mismo la velocidad de la Edad Media que la del siglo XIX o la del XX. Y eso tiene que ver con el desarrollo tecnológico. Cada desarrollo tecnológico acelera la velocidad de cada tiempo histórico. El desarrollo del cine e internet, por ejemplo, son productos de la primera y segunda guerra mundial, y todos nos damos cuenta de cómo la velocidad en nuestra vida se ha intensificado en la era digital. Virilio creía que la velocidad extrema de nuestra civilización iba a provocar inevitablemente un accidente global. El accidente ocurrió. Pero el vaticinio de Virilio falló en esto: el “accidente” en este caso no fue cibernético, sino biológico.
Los virus son hoy el “iceberg” de nuestro Titanic. Y no los virus informáticos. Es la physis (“naturaleza”, en griego), tan olvidada y maltratada, con la que nos estrellamos: tal vez ella se está rebelando contra la velocidad vertiginosa y prometeica de nuestra modernidad global, un bólido que —traspasando todos los límites y las barreras— tenía, en algún momento, que colisionar con algo. Hoy el mundo, como respuesta al accidente, a la catástrofe, se ralentiza. No hay casi aviones en el cielo, el aire de grandes megápolis hoy detenidas es por fin respirable, y como —por la cuarentena— los fumigadores no pueden ir a envenenar los jardines, vuelven las mariposas y los bichitos extintos.
Para muchos, el Titanic se está hundiendo irremisiblemente: eso afirma Zizek, el filósofo esloveno. Para Chul Han, en cambio, el capitalismo no será derrotado por los virus, pero “habrá que repensar y restringir radicalmente el capitalismo destructivo y también nuestra ilimitada y destructiva movilidad”. ¿Habría que apostar entonces por una desaceleración de la velocidad de nuestra modernidad global? La “desaceleración” es una palabra demonizada en economía, pero tal vez hoy haya que hacer una revalorización de la lentitud. ¿Será posible pensar en un capitalismo taoísta, por ejemplo? Y digo taoísta, porque, en esa milenaria tradición de sabiduría, el tema de la “armonía”, de los “límites”, de la medida y los ritmos naturales es fundamental. De más está decir que el capitalismo chino es el primero que parece haber olvidado su taoísmo ancestral. ¿O es esa ralentización de la velocidad incompatible con la esencia del capitalismo, que vive de la libertad ilimitada de intercambio? Disminuir la velocidad de esta nave global tal vez nos signifique reformatearnos para ser más austeros y más lentos.
Claire Mairon, filósofa, advierte desde una Francia golpeada por la pandemia: “frente a esta catástrofe nos tranquilizamos considerándola un paréntesis y no una advertencia”. Negacionismo puro, porque estaremos cada vez más expuestos a accidentes de esta envergadura y más graves que este (a causa del cambio climático). Esas futuras catástrofes volverán a poner en riesgo el Titanic en el que viajamos. Lo que necesitamos es un arca, no un Titanic. Un arca más lenta y más sabia, que no quiera competir con la velocidad de la luz, sino acompasarse al ritmo del corazón de la Tierra.
Qué ganas de hablar de esto con Virilio. Lamentablemente, falleció hace dos años, antes de ver con sus propios ojos el accidente que profetizó. Se había retirado del mundo y ya no escribía emails, sino cartas: se había ralentizado…