Hace 20 años, en rigor un 7 de abril de 2000, murió Moacir Barbosa, un derrame cerebral acabó con el primer arquero de color de la selección brasileña y emblema de Vasco da Gama por años, campeón de la Copa América y dueño de tantos títulos nacionales, pero la marca de su vida fue una muy distinta: la de un apestado.
No fue por la gripe española o la peste negra y tampoco lepra ni nada que llame al espanto, fue por culpa del fútbol y de un tiro que podría haber sido centro, pero fue al arco y Moacir decía que rozó la pelota, pero no pudo contener a los 79 minutos del partido, un gol oscuro y fatídico para él, pero como es el fútbol: histórico e inolvidable para otro, para Alcídes Ghiggia, porque así Uruguay, en 1950, fue campeón del Mundial entre las barbas y bajo las narices de Brasil, y de esta forma una frase de Ghiggia se labró en piedra: “Solo tres personas enmudecieron Maracaná: el Papa, Frank Sinatra y yo”; y el futuro de Barbosa en lava, y así quedó escrita, sobre el pasto verde y de luto, su condición de apestado.
Cuentan varios cuentos.
Partiendo por los triunfadores, que son los que mejor entienden y acogen a los derrotados. Estamos hablando de los buenos ganadores. No de los malos.
Los uruguayos, en este caso, el escritor Eduardo Galeano lo tuvo en sus escritos y memoria, y también una canción de Tabaré Cardozo: “Barbosa”.
Otro cuento es que el arquero, cuando remodelaron los arcos del estadio, pidió los palos gastados, el horizontal y los dos verticales, para hacerlos añicos, leña y así una quema que le llevaba sahumerio, brujería y sanación. Por supuesto que no resultó y a Barbosa, hasta en las peluquerías, lo rechazaban y miraban feo, porque nadie quería cortarle el pelo a un apestado.
Lo evitaban, esquivaban y fue igual durante décadas, murmuraban a sus espaldas y no tuvo más remedio que seguir solo y siempre explicando la razón de su destino.
Mario Zagallo, en 1994, cuando fue ayudante del entrenador de Brasil, le prohibió la entrada a los entrenamientos y cuando supo que el veterano quería ir y saludar, le pidió a los guardias de seguridad que intervinieran y lo hicieron desde la distancia, con ademanes y gritos, que no diera un paso más y se devolviera por donde vino, dada su condición.
El viejo futbolista se devolvió solo, así no más vivió y no murió de manera distinta, porque nadie de la familia del fútbol brasileña fue a su funeral, ni entrenadores, ni futbolistas y menos dirigentes.
Una estrofa de la canción de Cardozo dice que “la condena de Maracaná se paga hasta morir”.
Moacir Barbosa, que en vida fue un apestado, cambió su suerte el 7 de abril del 2000.
Hace 20 años que descansa en paz