A lo largo de la historia, las epidemias nos han remecido como experiencia global de la fragilidad de nuestra especie. El peso de una igualdad que supera fronteras mentales y espaciales nos pone de frente a nuestras ideas, reorienta el conocimiento y provoca cambios de paradigma, los que tienen alcances en la forma de nuestras ciudades. Razones de salud e higiene fueron fundamento de grandes revoluciones urbanas, como las redes de agua potable y alcantarillado, los estándares de ventilación y asoleamiento, o los parques públicos; pero también, razones de supervivencia han puesto en entredicho ciertos modelos urbanísticos y arquitectónicos considerados insalubres.
Quizás es demasiado pronto y demasiado optimista pensar que podremos sacar lecciones de esta catástrofe. Sin embargo, creo que el covid-19 pondrá, al menos, en discusión el concepto de eficiencia que se apoya en las economías de aglomeración, modelo que ha sostenido la formación de las megápolis en los últimos dos siglos. Todas las concentraciones, tanto de personas como de recursos y actividades, se revisten hoy con un aura siniestra: los megacruceros, la tasa de 6 pasajeros por metro cuadrado en el Metro, los malls abarrotados. Cobran sentido nuevas formas de trabajo y nuevas formas de consumo que tienen una dependencia con el lugar cada vez menor. Algo que vuelve a dar vigencia a la teoría de la ciudad en red y a la conformación de territorios policéntricos como una forma más sustentable. La caída global en las emisiones de carbono –principalmente producto de la cancelación de miles de vuelos comerciales– a niveles que nos permitirían enrielar con decisión el camino para revertir el calentamiento global, nos hará conscientes de cuán influyente es nuestro comportamiento en el futuro del planeta. Quizás, las restricciones propias de esta crisis nos harán también cuestionarnos el consumismo y la cantidad de necesidades artificiales con las que convivimos. ¿Hará sentido ahí un nuevo modelo espacial de densidad equilibrada, un cambio de cultura y un regreso a la escala pequeña y local que parece más gobernable?
Un modelo de archipiélago que, sin embargo, no será sinónimo de aislamiento. Por el contrario, hoy se ha vuelto más relevante que nunca lo público, la acción colectiva, el sentido cívico como el mejor antídoto al contagio. Por ello, a los chilenos nos golpeará muy fuerte la evidente fragilidad de nuestro cuerpo común. La inequidad económica nos pondrá enormes dificultades para poder enfrentar esto como una sola comunidad comprometida y, nuevamente, nos pasará la cuenta vivir en un espacio desigual.