El Teatro Regional del Maule ha cumplido con creces y con mucho esfuerzo la tarea de llevar la ópera a una región donde no es habitual que se programen espectáculos de esta naturaleza. A sus éxitos en títulos como “El Trovador” y “Otello” (Verdi), y, en especial, “La Bohème” (Puccini), se suma ahora este difícil “Don Giovanni” (Mozart), que iba a ser estrenado en 2019 y que fue pospuesto debido a los problemas sociales y políticos surgidos en Chile.
Finalmente pudo debutar el jueves 12 de marzo y el sábado 14 tener su segunda y última
recita, que es la que aquí se comenta. Función, por lo demás, que puede ser la última de ópera en Chile en un largo tiempo debido a las disposiciones para combatir la penetración del covid-19: ya fueron suspendidas “La flauta mágica” para la apertura de la temporada lírica del Municipal de Santiago, y “Tosca”, programada para Temuco.
Rodrigo Navarrete da un nuevo exitoso paso como director de escena, jugando con los elementos de farsa del argumento, sobre los que pone más atención que al desparpajo moral descrito: privilegia lo
giocoso por sobre
il dramma. Su opción teatral es vigorosa y también directa en términos sexuales, pero dentro de un ámbito coherente, con excepción de la “fiestoca” personal en que está Leporello esperando a su patrón al inicio de la ópera y del manoseo con que Doña Anna quiere retener a su supuesto violador. Hay un tono sarcástico en el enfoque de Doña Elvira (el “noble porte” y la “dulce majestad” a las que alude el libreto aquí parecen burlona altivez), y el personaje de Don Giovanni es visto como un hombre atractivo y sin escrúpulos que desafía a la muerte casi como un juego para terminar poseído por el fantasma del Comendador, que se mete en su cuerpo y habla a través de él: una muy buena idea, sin duda.
La ambientación está dada a través de proyecciones (diseño de imagen y video de Álvaro Lara y Claudio Rojas), lo que da agilidad a la representación y permite que el público conecte con el ambiente físico descrito (el palacio, la calle, el cementerio), que tiene relación directa con la atmósfera emocional. La opción preferente por imágenes en blanco y negro, junto a otras en índigo y dorado crepuscular, apunta a eso mismo, y ayuda a equilibrar la farsa escénica para nivelarla con la oscuridad dramática que late en esta ópera. Colabora en esto la luz (Ramón López), en especial para la escena final, con Don Giovanni sometido a un juicio cósmico. El vestuario de Loreto Monsalve tuvo mejores resultados en el caso de los hombres; las mujeres, salvo Zerlina, resultaron desfavorecidas y algo ridiculizadas.
Francisco Rettig estuvo al frente de la afiatada y joven Orquesta Clásica del Maule, que cuenta con sólidas secciones de cuerdas y solventes bronces. El director estuvo siempre pendiente de los cantantes y sus
tempi respetaron las posibilidades vocales de cada uno. También los recitativos cumplieron con su función, consintiendo el goce por la palabra dicha.
Siendo que el punto de vista escénico se inclinó por el gran divertimento, la obertura en cambio —en la línea de Georg Solti— no prescindió de hondura trágica, lo mismo que la muerte de Don Giovanni, cuyo viaje al averno se sintió con la suficiente fuerza. Los puntos más altos del trabajo de Rettig se obtuvieron en el “trío del jardín” del comienzo del segundo acto; en el minueto para la seducción de Zerlina (“Là ci darem la mano”); en la cena amenizada por fragmentos de Sarti, Martín i Soler y “Las bodas de Fígaro”, y en la visita del Comendador. No se entiende, eso sí, por qué fueron eliminadas el aria “Dalla sua pace”, de Don Ottavio, y, en especial, “Mi tradì”, de Doña Elvira, como tampoco que se haya abreviado la moraleja final, cantada en medio del público, lo que causó un gran efecto. Muy bien el Coro (dirección de Pablo Ortiz), musical y del todo integrado a la
régie, incluidas las divertidas coreografías (Esdras Hernández).
El barítono Ramiro Maturana tiene una emisión dúctil y proyecta la fascinación culpable que debe despertar el disoluto protagonista; su desenvolvimiento vocal es tan certero como su habilidad física. Simpático el Leporello del bajo-barítono Arturo Espinosa, de canto bien conducido y que representa a su personaje con gracia. La soprano Annya Pinto estuvo muy bien como Doña Anna; correcta aunque algo justa en “Or sai chi l'onore”, mostró lo mejor de sí en un notable “Non mi dir”. Desde su entrada, Andrea Aguilar se escuchó a sus anchas como Doña Elvira; su material resplandece en todo el registro y su musicalidad es infalible. Lamentablemente, no se la pudo escuchar en “Mi tradì quel'alma ingrata”, que hubiera coronado una excelente actuación. El tenor Felipe Catalán tiene el material adecuado para Don Ottavio, pero su canto aún no está preparado para acometerlo; no cantó “Dalla sua pace” y el arduo “Il mio tesoro” no está en sus posibilidades actuales. Zerlina y Masetto fueron los jóvenes Tabita Martínez y Nicolás Suazo, ambos de indudable proyección y comprometidos a cabalidad con el desarrollo de sus roles. Correcto y efectivo el bajo Pedro Alarcón, como el Comendador, quien debe tratar de uniformar su registro y cuidar su emisión sin forzar el canto.