De una lectura de juventud —
Páginas de un diario, de Lily Íñiguez Matte— recuerdo súbitamente la admiración de la narradora por los jóvenes fascistas italianos, uniformados con camisas oscuras y disciplinadamente dispuestos frente a unas colinas, me parece que en Florencia.
Es curioso el modo en que las viejas lecturas se dejan caer en momentos inesperados, con imágenes que permanecieron tantos años en el olvido. Probablemente, cuando experimentamos estas irrupciones habría que tomárselas como mensajes de un oráculo, como pistas de una indagación psicológica. Un problema que suele surgir es que, al igual que en el caso de los recuerdos inventados, nuestra memoria de lo leído puede ser fantasiosa. Con el tiempo, confundimos los planos: lo leído, lo vivido, lo soñado o lo simplemente inferido.
Es posible que el fascismo sea un tema pendiente en medio de la incertidumbre social de estos meses. Entiendo que el mundo es caleidoscópico y que uno puede encontrar pedazos de cosas dando vueltas en universos alternos. Hace muy poco mostraban en la televisión las ciudades italianas en cuarentena por el coronavirus, o sea totalmente vacías, y las imágenes eran equivalentes a las pinturas metafísicas de Chirico. Algunas tomas de Santiago, por otra parte, particularmente las de murallas y monumentos pintarrajeados, parecieran conservar la estridencia invasiva del futurismo.
En uno de sus viajes, Gabriela Mistral pasó por la finca florentina de Rebeca Matte —la gran escultora, madre de Lily—, pero no encontró a nadie. La familia estaba en Suiza, donde a Lily la internaron por última vez a causa de una tuberculosis. Allá murió en 1926, en la montaña mágica, como llamó Thomas Mann al sanatorio de Davos-Platz.
Recuerdo haber ido alguna vez, a principios de los 80, una tarde de verano, a mirar desde afuera la casa de Rebeca Matte en Santiago. Estaba en las inmediaciones de la actual Zona Cero, en la esquina surponiente de Vicuña Mackenna y Curicó. Era una mansión discreta de tres pisos al fondo de un antejardín gigantesco con árboles igualmente discretos. No sé con qué esperaba encontrarme, acaso con algún fantasma atisbando a través de los visillos. En todo caso, quería conectar algunas historias que había escuchado cuando niño de manera desperdigada.
Las calles aledañas a esa casa profunda —que se llevó “la picota”— hoy están semicalcinadas, “picapedreadas”, sulfatadas. Hay tipos que insisten en permanecer en ellas todos los días como si encontraran equilibrio espiritual en los paisajes devastados y yermos. No se sabe qué va pasar con nada. No se sabe qué haremos cuando llegue el virus. La gente ha agotado
La peste, de Camus, buscando símiles. Yo optaría por releer
Muerte en Venecia, de Thomas Mann, que sería como el dibujo del individuo borroneado por los manchones fúngicos de la vida exterior.