Vivimos tiempos de incertidumbre y perplejidad. No tenemos la certeza de la deriva que tendrá la crisis social y política de nuestro país ni qué sucederá con la epidemia del coronavirus que se expande por el mundo; tampoco sabemos si la disputa entre las potencias petroleras traerá una recesión económica. ¿Qué pasará con el cambio climático? Aunque queramos aferrarnos a alguna certeza o verdad, no hay ninguna tabla firme para mares tan agitados y tempestuosos. ¿Estamos perdidos? No, no estamos perdidos, tal vez extraviados, pero todo viaje humano presupone un extravío.
Así comienza “La Divina Comedia”: con un hombre extraviado en la mitad del camino. Y ahí está Odiseo, el héroe de la guerra de Troya convertido en náufrago, sin poder encontrar el camino de retorno a casa. La incertidumbre exige mucho de nosotros, movilizar nuestros mejores recursos, ser resilientes, ver cuáles de los viejos mapas y brújulas sirven y cuáles no. Nos damos cuenta de que debemos transformarnos en exploradores de nuestro propio jardín que ahora, de pronto, nos parece terra incognita. Dice Hugo de San Víctor, monje sajón del siglo XII: “el hombre que siente que su patria es dulce, todavía es un tierno principiante (...) perfecto es quien siente que todo el mundo es una tierra extraña”. Los mejores caminantes de esas tierras extrañas, los “perfectos” de estos tiempos de incertidumbre, son los flexibles, no los rígidos. El bambú solo crece y se eleva cuando ha echado sólidas raíces: como si, desde su germinar, se preparara para soportarlo todo. Y, por su flexibilidad, ni los más fuertes vientos pueden hacerlo caer.
Profundidad y flexibilidad: tal vez dos características fundamentales para enfrentar tempestades futuras. ¿No descuidamos en estas décadas, en nuestro país, nuestras raíces, no desdeñamos la profundidad, y permanecimos demasiado tiempo en la superficie, en la espuma de los hechos? Y así nos encontramos ante la crisis que nos golpeó fuerte: sin raíces, sin hondura y sin flexibilidad, cada uno aferrado a sus cómodas certezas o verdades, que son las que nos entrampan hoy en un diálogo de sordos. Las verdades, si no van acompañadas de la necesaria duda, pueden convertirse en peso muerto. Eso les pasó a los defensores rígidos del modelo económico, sobrepasados y sorprendidos por la “tormenta perfecta”. Ellos, además, creyeron que la profundidad (el cultivo de las humanidades y la cultura, por ejemplo) no tenía que ver con el crecimiento de un país. El viento fuerte que sopla los está quebrando y no tienen raíces sólidas y confiables desde las cuales resistir.
Pero también les pasa lo mismo a quienes, desde una cierta izquierda rígida, siguen creyendo que sus verdades o certezas (o dogmas) todavía sirven para una crisis social como esta, que, en realidad, no tiene nada que ver con las que ocurrieron en los siglos XIX y XX. ¿No es inoperante analizar el presente con categorías del pasado? Ellos también pueden ser quebrados por la tempestad. Solo sobrevivirán los flexibles, los perplejos, los que se atrevan a decir “no sé”. Estos son tiempos de peligro. Y como decía el poeta Hölderlin, “en el peligro crece lo que nos salva”. No en la seguridad, no en el confort. Lo que nos salva son nuestros propios recursos internos, que tal vez ignoramos que teníamos, pero que las crisis nos obligan a encontrar dentro de nosotros mismos.
Los cambios duelen. Solo desde el dolor —lamentablemente— podemos crecer, no desde el estado de anestesiamiento general. El consumo fue —como país— nuestra anestesia, nos mantuvo tranquilos hasta que se acabó la dosis. Ahora estamos al descampado, todo nos duele. Seamos honestos, no nos disfracemos de expertos en esta hora, reconozcamos que estamos extraviados (no perdidos): es hora de descender. Al fondo de nosotros mismos para encontrar lo inesperado. Tal vez no sea el fin del mundo, sino el comienzo de uno nuevo...