Si se tienen a la vista dos de las películas más comentadas de los últimos meses —“The Joker” y “Parasite”—, el cine está reflejando, en parte al menos, los usos morales del momento. Más la primera que la segunda, pero de alguna forma las dos son películas que se juegan por la mirada de las víctimas. Es difícil asegurar cuánto avalan o critican las acciones de sus personajes, pero ciertamente recurren al contexto, a las circunstancias personales y sociales, en que los personajes han recibido la peor mano del destino, para explicar —quizá incluso justificar— sus delitos o crímenes.
El cine clásico era renuente a victimizar a los autores de fechorías. Los malos lo solían ser por placer, codicia o ambición de poder. El código de la censura de la época, por ejemplo, obligó a Howard Hawks a insertar una escena completa en “Scarface” (1932), donde una junta de autoridades explicaba cuán feroces, inmorales e ilegales eran los crímenes de Tony Camonte (Paul Muni), porque al sentir del momento era mucho el gozo que él mostraba realizándolos. Brian de Palma, en su remake de 1983, conservó buena parte del gozo y desmadre del protagonista original, sin agregar ni una gota de victimización en su Tony Montana (Al Pacino).
Por otro lado, Chaplin, que hizo de las humillaciones patéticas que recibía Charlot una de las marcas registradas de su cine, habló desde las víctimas, pero su icónico protagonista estuvo muy lejos de llegar al crimen y, con mucho, realizaba pequeñas trampillas, casi siempre muy justificables (aunque, si somos rigurosos, la forma en que se empareja con una menor de edad en “Tiempos modernos” —1936— es hoy por lo bajo muy cuestionable).
En todo caso, no es casualidad que “The Joker” cite tan abiertamente a Chaplin.
Pero también roba descaradamente de “Taxi Driver” (1976) y “El rey de la comedia” (1983), dos cintas fundamentales de Scorsese. La diferencia enorme entre ambos, más allá de que Todd Phillips, el director de “The Joker”, no le llegue ni a los pies a Scorsese, es que el director neoyorquino, pese a todos los psicópatas y enfermos que ha retratado a lo largo de sus películas, jamás victimizó a alguno; esto es, jamás salvó a alguno de sus responsabilidades morales a causa de una infancia difícil, de un abuso inconfesable o de alguna suerte de sometimiento económico. Sus victimarios no fueron primero víctimas. Los crímenes de este Guasón, en cambio, tienen sin falta un ánimo de justicia reparadora que, puesto bajo un mínimo escrutinio, resulta infumable.
“Parasite” es, por cierto, mucho más sofisticada, ambigua y valiosa. No solo su historia es más sabrosa y su despliegue cinematográfico más refinado, sino que no obliga al espectador a sentir esa mezcla de repulsión y compasión con que “The Joker” nos manipula en cada paso. Ahora, ambas películas comparten un orden del mundo en torno a clases sociales. En la cinta de Phillips los ricos son desalmados; en “Parasite” son solo tontones, inconscientes, ignorantes de lo que pasa bajo sus propias narices. La familia Kim es tantísimo más viva, astuta y enérgica que la de los Park, pero vive en un subterráneo mugriento a causa de la cesantía de los dos padres. Desde allí, se sienten con la libertad de tomar control de la casa de los Park apenas ven la oportunidad. Aparentemente los mueve la necesidad, pero la cinta también hace sentir esa conquista como acto de justicia o, para intentar ser más preciso, de justa subversión. Si una familia rica hubiera intentado el mismo engaño, se trataría de unos dandis a los que les gusta el riesgo. En su estado de pobreza, los Kim reciben de la cinta cierta autoridad moral para manipular, mentir y engañar, en una escalada que los llevará bastante más lejos. Ahora, también es cierto que sus acciones recibirán un castigo. La película de Bong Joon Ho no es sutil en su retrato de la lucha de clases, pero tampoco comete la torpeza de eximir a los Kim de responsabilidad. Hay cine de víctimas y cine de víctimas.