En la Edad Media el fin de la especie humana se tomaba como algo obvio, cuenta el historiador Georges Duby, ante la potencia atronadora de la naturaleza. No existía en absoluto la idea de que debía ser protegida, como se piensa ahora: de ella simplemente había que defenderse. Se vivía en “una espera permanente, inquieta, del fin del mundo”, y por lo mismo “importaba poco la muerte y el dolor físico”, al punto que el deporte favorito era la guerra.
El temor y la mirada apocalíptica del hombre medieval vuelven a resurgir en los tiempos actuales. Ahí están el cambio climático, la extinción de las especies, las migraciones masivas, la crisis de la noción de progreso de los últimos siglos y ahora último —por si eso fuera poco— el coronavirus. A eso se suman otras amenazas, que por ser locales son aún más agudas: por ejemplo, qué sucederá en Chile en los próximos días, en el curso del mes de marzo.
El temor actual, sin embargo, se diferencia en varios aspectos de aquel de la Edad Media. De partida los azotes provenían entonces de un poder externo, la naturaleza, el cual era movido por fuerzas divinas. Ahora no: el agente de destrucción es el propio ser humano, que se ha transformado en el principal depredador del hábitat natural —y, como se ha revelado en Chile en los últimos meses, de su propio patrimonio material e inmaterial, sin barrera ni súplica que lo detenga.
Otra diferencia fundamental es el lugar de la creencia religiosa. “El Apocalipsis producía temor —dice Duby—, pero también esperanza: vendría el Juicio Final, y con él una vida mejor que la actual”. En la Edad Media regía “una espera optimista del fin de los tiempos”, donde lo realmente importante era asegurarse el Cielo, para lo cual la Iglesia era lo central. Reinaba además el “sentimiento de la fugacidad de las cosas”, la convicción de que todo fatalmente moría, desde las especies a las civilizaciones. Pero siempre estaba el más allá, la idea de que la muerte es un pasaje, que la vida se prolonga después de la muerte; la “certeza de que nada se interrumpía, que todo seguiría sin término, hasta la eternidad”.
Poco o nada de eso encontramos en la época actual. La vida no está en otra parte sino aquí y ahora, en el combate a la fugacidad, a la extinción, a la muerte; y cuando somos derrotados en tal empeño —y fatalmente lo somos—, lo experimentamos inevitablemente como un fracaso. Esto hace que en estos tiempos el temor a la muerte sea más duro y más cruel; tanto a la muerte individual, la que resulta de la vejez y la enfermedad, como a la muerte colectiva que podría sobrevenir con las calamidades que despuntan en los horizontes global y doméstico.
Para lidiar con el temor, ciertamente no es cuestión de apelar a las recetas de la Edad Media. Pero quizás algo se puede aprender de una tradición más que milenaria que sigue plenamente vigente, como el hinduismo.
En su visión, el miedo lo engendra siempre el futuro, el acercamiento al final, a la muerte, en particular a la muerte propia, y es por ello que, si no lo resistimos, él nos va dominando inexorablemente con el paso de los años. El presente puede producir pena, tristeza, desilusión, pero no la desolación, la desesperanza y el enojo que genera el miedo, escribe el sacerdote budista Norman Fischer. Pero si aceptamos que nada es permanente ni duradero, que todo comienza y termina constantemente, que la vida no finaliza abruptamente en la muerte, entonces no hay nada que temer.
La forma de desarmar el miedo es comprender que su origen es una idea de futuro que se asocia a la muerte, y asumir “que estoy viviendo y muriendo permanentemente, cambiando todo el tiempo, y de que es esto lo que me permite tener una vida bella”.