Nosotros, cristianos, lo hacemos de la mano de la Cuaresma, un tiempo de preparación para las fiestas pascuales dedicado a la conversión. Pensamos, erróneamente, que Cuaresma es tiempo de privación y de sacrificios, pero no es así: Cuaresma es tiempo de volvernos hacia el Señor, y para eso buscamos despojarnos de nosotros mismos, volvemos el corazón al Señor y la mirada al prójimo. Por eso es tiempo privilegiado para cambiar y compartir.
Este primer domingo de cuaresma, el evangelio presenta las tentaciones que tuvo el Señor en el desierto. La primera lectura ya relata la caída de nuestros primero padres, Adán y Eva, al ser tentados por la serpiente en el paraíso. Nosotros sabemos que para comprender esto no debemos mirar al principio de los tiempos, sino que tenemos que mirar lo profundo de nuestro corazón y descubrir ahí el origen del mal y del pecado. Todos tenemos ese hombre interior que quiere “independizarse” de Dios y poner en sí mismo el sentido de la vida.
Es al mismo lugar que nos quiere llevar el pasaje evangélico de las tentaciones del Señor. Estas reflejan los grandes ámbitos de nuestra vida que tienden a dominarnos y son raíz de nuestra fragilidad personal y también de nuestra fractura social.
La primera tentación es la de convertir las piedras en pan. En este caso, el pan simboliza las cosas materiales. Es el sentido que tiene el trabajo humano, el cual nos permite vivir de una manera mejor y cubrir las necesidades no solo personales, sino también de la sociedad en su conjunto. En sí, esto no es una tentación, por el contrario, es una necesidad y un bien para la sociedad y la persona. La tentación está en poner en estas cosas el sentido último de la existencia, como si fueran todo lo necesario para ser felices.
Fácilmente, el trabajo nos lleva a vivir para el pan y para los bienes. Seguramente, todos nos hemos visto envueltos en situaciones como esta, sabiendo que aquí no está el sentido de la vida, pero justificándolo por la realidad en la que vivimos. La respuesta del Señor es clara: no solo de pan vive el hombre. No basta con lo material, debemos abrirnos a la dimensión espiritual de nuestra vida, abrirnos a su Palabra y a la vida verdadera que esta produce.
La segunda tentación es la de adorar un dios falso. Una vez abiertos a Dios es fácil tener una imagen falsa de Él: pensar que Dios está para hacer los milagros que le pedimos, que Él resuelva nuestros problemas y hacer depender de esto nuestra fe. Esto lo podemos llamar el “milagrismo” que puede estar más cerca de la tentación que de la verdadera devoción. Si creemos en Dios, no necesitamos de estas “pruebas”. Confiar en su amor es tomarnos en serio nuestra propia responsabilidad para hacer frente a las dificultades. Oramos no para que el Señor mágicamente convierta la realidad, sino para que nuestro corazón se transforme abriéndose a Dios y a los demás. Este es el verdadero milagro que pedimos.
La tercera tentación es la del tener reinos y poder. Tiene que ver con nuestra relación con las personas: ser alguien importante, con poder. Es la tentación de usar nuestro talento para triunfar solo para recibir el reconocimiento (personal o de quienes nos rodean), imponernos ante los demás y querer dominar. La propuesta de Cristo es justo la contraria: la clave es el servicio y la caridad.
Entrar en la cuaresma, en este tiempo especial que vivimos como sociedad chilena, es una invitación a abrirnos a Dios y abrirnos al hermano, buscando una forma nueva de relacionarnos y de caminar juntos. Esta es la verdadera conversión tan necesaria en nuestro Chile y en la vida de cada uno.
“Jesús le dijo: «También está escrito: “No tentarás al Señor, tu Dios”». De nuevo el diablo lo llevó a un monte altísimo y le mostró los reinos del mundo y su gloria, y le dijo: «Todo esto te daré, si te postras y me adoras». Entonces le dijo Jesús: «Vete, Satanás, porque está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto”».
(Mt. 4,1-11)