Las turbulencias sociales crean en algunas personas los ensueños de fuga, las fantasías de una vida aislada en la cual las palabras se ajusten a una necesidad mínima de comunicación, aspirando más bien a un silencio cisterciense. En otros, por cierto, los impulsos van en sentido contrario. Como aquel general citado por Borges y Bioy que en el paraíso esperaba participar de alguna guerra, hay individuos que romantizan las revoluciones y quisieran desde el fondo del alma protagonizar el vértigo que conllevan. Se consideran sojuzgados por una dictadura infame aun cuando a tres cuadras del palacio de gobierno se organicen —sin consecuencias— coreografías en las que se insulta al Presidente de la República.

Me parece que era Daniel de la Vega el que contaba el caso de un bohemio santiaguino que, en los años 20, quiso probarle a un extranjero el grado de libertad que disfrutábamos en Chile: caminando por el centro, se puso a denostar al Presidente a gritos en mitad de la noche. Fue detenido de inmediato.

Es evidente que el estallido, o como se llame lo que estamos viviendo desde octubre, ha alterado los equilibrios psíquicos de la sociedad.

Hay gente que, pudiendo haber tenido una autoimagen insignificante en un tiempo no lejano, hoy se siente protagonista y —palabra clave— visibilizada. Otros se han sumido en la desesperación impotente.

Me parece que el flujo que le ha dado vida a las protestas es ante todo irracional, y que eso lo prueba la falta de articulación discursiva del movimiento, proclive más bien a expresarse en consignas. Estas tienen un efecto mágico y se asumen sin analizar a qué clase de realidad corresponden.

Pensaba que por lo mismo los perros han sido tan visibles en los desórdenes callejeros, por la dimensión pulsional del día a día. No en vano el símbolo de la lucha es un perro negro, una especie de mito automático de uso inmediato, al que se le expresa una especie de veneración.

En los últimos días de la UP también había en las calles de Santiago una presencia inusual de perros. Una foto del día del golpe de Estado, tomada por el holandés Chas Gerretsen, muestra a un perro en actitud expectante frente a La Moneda de la que aún sale humo.

Es curioso: yo conocí esa foto en 1978, en una revista francesa que probablemente era del 73 (no era fácil en ese momento hacer circular material crítico al gobierno). El reportaje se titulaba “El perro negro de la revolución”. No olvidé la foto, a pesar de no haberla visto nunca más. Hace muy poco supe que era de Gerretsen, que la liberó en internet junto con otras del período.

Ante la profusión de comentarios de chilenos, el autor puso en twitter: “Esta mañana leí algunos de sus comentarios sobre mis fotografías. Tuve que dejar de leer. Estaba abrumado por la emoción. Por primera vez en mi vida tuve la sensación de haber hecho algo que era apreciado”.