Allá por 1981, el agente de Diego Armando Maradona —recién traspasado a Boca Juniors— creyó tener una idea genial: haría seguir al jugador con tres cámaras, dentro y fuera de la cancha, durante entrenamientos, comidas familiares y momentos de esparcimiento. Su idea era convertir el material en una película y, eventualmente, exhibirla alrededor del mundo, pero nunca calculó que para ello había que ser capaz de igualar el endemoniado ritmo al que vivía el jugador; porque, tarde o temprano, Diego los agotaba, los reventaba a todos. De Buenos Aires al Mundial de España; del Mundial al Barcelona FC; de Barcelona a Nápoles; todo en menos de un año y medio, incluyendo triunfos, derrotas, fracturas, escándalos, desmadres nocturnos, inmensa alegría seguida de una tristeza infinita, y vuelta a empezar. En medio de todo ese remolino, se marcharon los camarógrafos, y después se fue el agente. La película quedó en nada, las cintas archivadas y Diego —como siempre— olvidó, dejó atrás.
Las imágenes recién han visto la luz pública casi cuatro décadas más tarde, convertidas (junto a decenas de otras) en la espina dorsal de “Diego Maradona”, documental biográfico del británico Asif Kapadia; un filme notable no solo por lo que narra sino además por lo que decide omitir: en vez de enredarse entre tanto ascenso y caída experimentada por su personaje, el 90% de la película transcurre entre 1984 y 1991, los siete años en los que el futbolista ganó dos títulos con el Napoli (1987 y 1990) y una Copa del Mundo (1986) con la selección argentina; el período en el que se consagró como uno de los mejores de la historia, fue perseguido por los
paparazzi, embarazó a dos mujeres al mismo tiempo (solo reconoció a la hija de su novia), se volvió un protegido de la Camorra, un favorito de la televisión, adorado héroe local y poco menos que un semidiós deportivo, antes de caer en total desgracia —en las drogas, el descrédito y el desprecio— y verse obligado a resurgir como ave fénix, solo para repetir el mismo ciclo una y otra vez, hasta convertir su trayecto vital en mera parodia de aquellos días épicos. Maradona como un Sísifo posmoderno. Conduciendo fácilmente la pelota hasta el tope de una enorme montaña, llegando más alto que nadie, pero sin tiempo para disfrutar de la hermosa vista: apenas roza la cumbre debe perseguir el balón, colina abajo, atraparlo y volver a subir, sin haber aprendido nada en el camino.
En orden a explicar este eterno sube y baja, los diversos entrevistados de la cinta —amigos, enemigos, amantes, familiares, periodistas y el propio jugador; todos grabados en audio, mientras en pantalla extraordinarias imágenes de época intentan dar forma a lo que, en esencia, es una historia descabellada y al borde de la asfixia— tienden a sostener que el personaje está dividido en dos. Por un lado, Diego, el inseguro chico nacido en la mísera Villa Fiorito, el menor en una familia que ya contaba cuatro hermanas; favorito de su madre y poseedor de un talento futbolístico sin par, del cual se aprovechará la otra mitad: Maradona, un genio del fútbol, pero también de las relaciones públicas, un monstruo voraz que devora y absorbe todo lo que está a su alcance, incluyendo, por cierto, al pobre Diego. El filme no afirma ni desmiente lo anterior, pero propone algo más inquietante: Maradona como alucinado espectador de su propia gesta. Un relato sin pausas que se despliega cada domingo ante miles en la cancha de San Paolo, que se abre paso como un torrente a través de noticiarios, reportajes gráficos, flirteos en cámara, escuchas policiales y audiencias de tribunales. Entre asqueado y fascinado, el aludido apenas tendría tiempo para cambiar de canal, apagar la radio, romper el diario. Cerrar los ojos. Y luego abrirlos, otra vez.
Diego Maradona
Dirigida por Asif Kapadia, Inglaterra, 2019, 129 minutos.
Disponible en Amazon.co.uk