El estallido social se mantiene como un fenómeno activo que empuja por cambios en nuestro país, sin que el Gobierno, el sistema político, los gremios u otras organizaciones sociales hayan logrado encauzarlo. Si bien las encuestas muestran un optimismo extendido en el sentido de que Chile será un mejor país cuando se supere la crisis, también reflejan un apoyo amplio a las movilizaciones y la percepción de que pasarán meses antes de que vuelva la normalidad. Claramente, ni los liderazgos, ni las instituciones, ni el tejido social estaban preparados para enfrentar un cambio disruptivo de esta envergadura. De ahí que los avances logrados sean insuficientes para responder al conjunto de demandas que emergieron y que hoy presionan por respuestas concretas.
En este contexto, es imperativo revisar y analizar los factores clave para conducir la crisis social hacia resultados positivos para el país. En la base, se trata de dos elementos inseparables el uno del otro: por una parte, terminar con la violencia, asegurar el orden institucional y garantizar la integridad de las personas; y por otra, elaborar una hoja de ruta clara que detalle las transformaciones y plazos que se requieren, y construir una amplia coalición que legitime los cambios. La complejidad se hace evidente porque estos dos elementos están entrelazados, por lo que encauzar la crisis social implica necesariamente avanzar simultáneamente en ambos.
El primer elemento se refiere al respeto entre las personas, que se expresa en la contención, aislamiento y término de los episodios violentos, y al mismo tiempo mantener el funcionamiento de la institucionalidad vigente. A futuro se podrá discutir hasta qué punto los hechos de violencia que irrumpieron junto con las primeras manifestaciones influyeron en la generación de un ambiente de oportunidad política para las demandas de la sociedad. Sin embargo, no hay ninguna duda de que la persistencia de este clima quebranta la posibilidad de construir un país mejor. Hacer esta distinción es fundamental para que los actores llamados a jugar un rol activo en la respuesta a esta crisis, en particular el sistema político en su conjunto, asuman una posición más efectiva por la paz social y el orden institucional, en un marco de respeto a las personas y sus derechos.
El segundo elemento consiste en elaborar un nuevo relato del país que queremos, lo que se expresa en una hoja de ruta con las transformaciones políticas, sociales y económicas que se requieren en un horizonte de largo plazo. El peligro es reducir esta agenda a lo más evidente, como la redacción de una nueva Constitución y los alcances del nuevo pacto social. Si bien ambas son materias indispensables en el Chile del futuro, son insuficientes para encauzar el estallido social. Por esta razón, quedarse en lo inmediato, en la mirada de corto plazo, puede llevar a perder de vista otras materias también relevantes, como la necesidad de renovar las formas de gobernanza democrática y las políticas para impulsar el crecimiento.
Como se ha señalado reiteradamente, la nueva Constitución es una oportunidad para cerrar la brecha de legitimidad que tiene el actual sistema político e institucional. Por su parte, el nuevo pacto social se hace cargo de la brecha de dignidad asegurando el acceso a servicios básicos de calidad de amplios sectores de la población, incluyendo la arquitectura tributaria que permita financiar los nuevos gastos permanentes.
Sin embargo, estos dos lineamientos —que aportan legitimidad y dignidad— son insuficientes para constituir una hoja de ruta sólida. La mayoría de las democracias del mundo enfrentan una crisis de confianza en la capacidad de los gobiernos para hacerse cargo de las expectativas de la población. La nueva Constitución por sí sola no será capaz de cerrar esta brecha que está muy presente en Chile.
Las democracias avanzadas están explorando nuevos mecanismos en la relación entre el Estado y los ciudadanos para revertir la crisis de confianza. Se trata de reemplazar la gobernanza vertical de las políticas públicas y la pasividad de la sociedad por una gobernanza abierta que interactúa con una sociedad activa, que opera como contraparte del Estado. En muchos países se están reemplazando las comisiones de expertos por asambleas de ciudadanos para asegurar la representatividad en las decisiones públicas más complejas. El mejor camino para la reforma del Estado es tener una sociedad exigente, que vigila y controla a las élites dirigentes a través de formas institucionalizadas de poder político.
La hoja de ruta también debe renovar el enfoque del crecimiento, para hacerse cargo de la brecha de oportunidades de amplios sectores y que no es posible corregir solo con políticas redistributivas. El modelo actual supone que la prosperidad inclusiva viene fundamentalmente del funcionamiento de los mercados, con una acotada —y limitada— participación del Estado. El cambio que se requiere no consiste en moverse dentro del eje Estado-mercado, ya que ambos tienen importantes deficiencias para abordar los nuevos desafíos del crecimiento, y más aún cuando se requiere que sea inclusivo. Es necesario introducir un componente de colaboración que no es recogido por los instrumentos tradicionales.
Para encauzar positivamente la crisis que enfrentamos esta hoja de ruta debe estar acompañada de una amplia coalición que apunte a generar y legitimar las bases para el progreso del país. Esto solo es posible a través de un proceso de cambios graduales en democracia y no el desarrollo de un evento específico, como el plebiscito de abril, por muy relevante que sea. Esta gran coalición o movimiento solo será posible si las fuerzas políticas, sociales y gremiales superan las viejas dicotomías, como la de gobierno-oposición, por ejemplo, y que caracterizan más al pasado que al futuro.
En síntesis, encauzar el estallido social requiere asumir y hacerse cargo de la complejidad del escenario actual, ya que toda simplificación de la realidad arriesga con mantener activa las actuales turbulencias. Por esta razón, el desafío consiste en lograr simultáneamente un ambiente de respeto a las personas y al orden institucional; y una agenda de transformaciones sustantivas que sea acompañada de una amplia coalición para y por los cambios.