Los tiempos modernos podrían resumirse como aquellos siglos donde la gente se pregunta hacia dónde marcha el país donde cada uno vive.
Desde esta perspectiva pareciera que en estos días estamos en la cresta de la ola de la modernidad. Pero, ¿cuál modernidad? La de sociedades como las de Europa Occidental, con sus tensiones y todo, y sin asumir necesariamente la totalidad de los principales valores que allí se consideran relevantes, es apreciada como un metro de orientación. Esto incluye, entre otras, a las democracias anglosajonas y sus reproducciones; y más encajonadas, a las sociedades confucianas que han alcanzado la modernidad económica y social (Corea del Sur, de moda por “Parásitos”, en 1950 era más pobre que el Chile de ese entonces. ¿Escucharon?).
O bien, otra meta no imposible, ¿los Estados fallidos, en cierta manera también productos de una modernidad en la que no dan ni sus primeros pasos, y poco les resta del frescor original de los tiempos arcaicos? Y entremedio un vasto diapasón de posibilidades, donde en diversos grados se encuentra la totalidad del mundo latinoamericano (¿escogeremos a dos países autodestruidos, Cuba y Venezuela?). Aquí comienzan los problemas de verdad, frente a cualquier pronóstico hermoseado en optimismo.
Porque si bien en dos siglos estas repúblicas tienen no poco de qué jactarse en el logro de un estilo de civilización (hija de Occidente, con su propio acento), han fallado derechamente en construir un orden político aceptable. Este podrá ser más moderno que, por ejemplo, los del mundo árabe o de África negra —a la que se le augura un futuro latinoamericano multiplicado—, pero no han llegado a ser lo que debieron ser. Basta comparar la realidad actual con los discursos de los Libertadores. Ello a pesar de las más de 250 constituciones que estos países se han otorgado —número al cual nuestro país ahora contribuirá con una más— en vana búsqueda a tientas de la sabiduría política. Hace 100 años, Argentina tenía el mismo nivel de desarrollo que algunos países de ese entonces, como Australia, Canadá, Nueva Zelandia. Resume el drama latinoamericano.
No es que la crisis del orden político no haya estado presente en los países modelos; la historia de las grandes potencias lo testimonia, y aunque ha habido la relativa excepción de las democracias anglosajonas —una vez que Gran Bretaña superó el peligro revolucionario en 1848; y después del fin de la guerra civil en EE.UU., en 1865, una crisis no ideológica, sino que de secesión—, los poderosos de la tierra han tenido sus propias convulsiones: Alemania, China y Rusia, y un número infinito de otros países. El siglo XX giró en torno a la tragedia de ellos, y solo la primera se puede decir que en lo político pasó a ser un modelo desde 1949. Sin embargo, la posibilidad de conjugar, entre otros, el desarrollo y la democracia con el desafío medioambiental, solo podría surgir de los países primero nombrados.
Se hace relevante en momentos en que nos preguntamos, no sin angustia o ardor, según el caso, a dónde nos dirigimos. El futuro siempre será diferente a todo lo que existe, pero nunca completamente distinto o radicalmente extraño a nuestro mundo. Las probabilidades son limitadas. Un historiador afirma que el futuro es como un dado, que solo tiene seis caras, y cuando es arrojado, la que sobresale no nos era del todo desconocida. Cada una, antes una incógnita, ahora no es muy diferente a lo que hemos conocido. Las posibilidades de la modernidad están delineadas desde hace tiempo. Así que, por favor, cuando buscamos a tientas un nuevo orden institucional, que no nos hagan comulgar con ruedas de carreta.