Cuántas veces hemos escuchado: “Si supieras cómo era esta persona o lo que hizo, no me pedirías que lo amara”. Estos mismos sentimientos no solo están en la sociedad en su conjunto, sino también se anidan en nuestros corazones, engañándonos con la idea de que la venganza y el odio solucionarán algo o, al menos, traerán confort a quienes los viven.
La propuesta de Jesús va en otra dirección. El amor a los enemigos constituye el núcleo originario de la “revolución” que trae el cristianismo, el cual no consiste en rendirse ante el mal —según una falsa interpretación de “presentar la otra mejilla”—, sino en responder al mal con la fuerza del bien. Así se comprende que, para los cristianos, la no violencia o el perdón no son un mero comportamiento táctico, sino más bien un modo de ser de la persona, la actitud de quien está tan convencido del amor de Dios y de su poder, que no tiene miedo de afrontar el mal únicamente con las armas del amor y la verdad.
Pero ¿cómo podemos encarnar más esta novedosa “revolución” del amor traída por Jesús? La respuesta no es fácil, pero, paradojalmente, es simple.
Hay que aprender a amar y dejar de odiar. Hay que reconocer en el otro, sea quien sea, a una persona que espera ser amada. Para la consecución de este fin hay algunas “ayudas” que permiten recorrer este camino: “Elevar” la mirada y vigorizar la fe.
“Elevar” la mirada implica vencer la reactividad natural —quizás espontánea—, para poner en las manos de Dios los rencores y transformarlos en amor activo. No hay que ir muy lejos para encontrar personas con las cuales nos hemos enemistado. Hay familias que están divididas y lugares de trabajo donde pareciera que reina más el pelambre y la agresión que la fraternidad propia de un desarrollo común. Mirar más lejos es aprender a decantar la vida, a ponderar los acontecimientos con los criterios del Evangelio para dar el paso del amor. Mirar más lejos es poner en perspectiva los rencores y las animosidades para que, con mayor serenidad, puedan ser “fecundadas” por la misericordia.
Pero, este amar a los enemigos es ayudado enormemente por la fe cuidada y cultivada. En efecto, cuando aumenta el espesor de la vida cristiana, cuando se cultiva la oración, resulta posible y hasta razonable hacer sacrificios heroicos por amor, vencerse a sí mismo para ir al encuentro de quien nos ofendió y perdonar a quien, a los ojos del mundo, no lo merece. Y particularmente “medicinal” es rezar por los enemigos, porque la oración transforma el corazón personal y el de aquel a quien se quiere amar, aun cuando ahora no parezca posible.
En un Chile tan convulsionado, como el que nos toca vivir, recordar esta novedad cristiana, que es revolucionaria, nos hace muy bien.
Sin obviar que las cosas deben ser llamadas por su nombre, el código interpretativo del cristiano no es el odio ni la venganza ni la violencia, sino que el amor hasta el precio de sí. El Evangelio nos interpela hoy fuertemente a comprender que, sobre el principio del odio, de la venganza, de la lucha, no se puede construir la paz y la reconciliación; solo se pueden cimentar sobre el principio de la justicia y del amor recíproco… Solo sobre la base del respeto pleno entre los hombres y mujeres se puede construir en el futuro la paz y la reconciliación.
El próximo miércoles se inicia la Cuaresma. Esta es una buena oportunidad para movernos, sin prisa, pero sin pausa, hacia el amor y el perdón, poniéndonos desafíos concretos en esta línea. La Cuaresma es el tiempo de la reconciliación, de estrechar la mano del enemigo, de tratar con misericordia a quien el mundo solo quiere castigar.
“Habéis oído que se dijo: ‘Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo'. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos”.
(Mt. 5, 38-48)