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Día a día
Domingo 23 de febrero de 2020
Volver
No quisiera hablar en el tono de aquel famoso tango, sino casi al revés: hemos vuelto del sur con tía Waverly rejuvenecidos. Nada de frentes marchitas, nieves del tiempo plateando nuestras sienes (bueno, ya lo están hace rato...), o cosas por el estilo. No, hemos vuelto con verdadera alegría juvenil.
Sé que el tango hace esas metáforas por otras razones, pero lo que quiero decir es que ir al sur nos devolvió algo —o nos recuperó algo— que no sé si habíamos perdido, pero cuando menos estaba soterrado, si acaso oculto en nosotros. La magia del sur, se dirá, y bien puede ser... Pero pienso más bien que, en nuestro caso, el (re)encuentro con la naturaleza colosal e inaudita nos hizo mirarnos a nosotros mismos. Mas no en una suerte de panteísmo que nos llevara a creer o a sentir que éramos —fuimos por unos días— parte del todo (aunque en cierto sentido sí lo somos y siempre, qué duda cabe), sino en lo que me atrevería a llamar una especie o tipo de franciscanismo: la idea (o el hecho, o la experiencia) de contemplar la armonía de la naturaleza, su perfecta obediencia a los planes de Dios, su verdad existencial tan coherente, y verse uno mismo o mejor compararse ante aquello como frente a un espejo. Y eso no puede sino tocar a almas sensibles como las nuestras, pese a todas las singularidades con las que sobrellevamos el día a día: a tía Waverly, al perrito Braulio y a mí.
La tía me reprende por escribir cosas tan personales. No puedo evitarlo, le contesto.
B. B. Cooper