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Editorial
Domingo 23 de febrero de 2020
La semana política
Inevitable y peligrosa es la percepción de ausencia de la autoridad que comienza a instalarse.
Frustrante e insatisfactorio debate constitucional
Cuando faltan dos meses para el plebiscito del 26 de abril, el debate público dista de haberse hecho cargo de la trascendencia de lo que estará en juego. Más allá de clichés, casi no ha habido discusión real sobre lo que significa iniciar un proceso constituyente, los fundamentos que lo justificarían o lo que cabría (o no) esperar de él; menos aún se ha planteado algún esbozo del nuevo orden institucional al que se aspiraría. La intensa controversia suscitada en algunos círculos a partir de una columna publicada en estas páginas, la que reseñaba algunos planteamientos respecto de las atribuciones de un poder constituyente, ha permitido vislumbrar en algo la magnitud de lo que se definirá. Poco de ello ha estado, sin embargo, presente con mínimo sentido de rigor en la discusión política de estas semanas. A días del inicio formal de la campaña, tampoco es claro que esta vaya a corregir ese vacío, con liderazgos políticos dañados en su credibilidad y por lo mismo fuertemente limitados en su despliegue. Más aún, resulta dudoso que lo que en el pasado fuera un insumo clave para las decisiones ciudadanas, la franja de propaganda televisiva, pueda esta vez, con su fragmentado formato, contribuir a ese propósito.
No es, sin embargo, mera ligereza o irresponsabilidad lo que está impidiendo la adecuada discusión, sino el peso de una realidad aún signada por la violencia. Como se ha hecho notar ya tanto, el Acuerdo por la Paz y una Nueva Constitución solo ha sido cumplido respecto del segundo elemento, con la aprobación de la reforma que dio cauce al proceso hoy en marcha. En cuanto a la paz, la apuesta de que el avance del itinerario acordado llevaría por sí mismo hacia ella dista de haberse verificado. Incluso durante el verano, pese a la retracción de todas las actividades, la violencia no ha cesado. El boicot que impidió a miles de estudiantes rendir la PSU, los incendios de la iglesia San Francisco de Borja y del Museo Violeta Parra, el ataque al metro Los Quillayes o los desmanes de las barras bravas son apenas una muestra, mientras ya parece haber sido normalizado el control que, a ciertas horas y días, ejercen los grupos vandálicos sobre las llamadas “zonas cero” de distintas ciudades. Símbolo de un Estado de Derecho replegado, tales situaciones son sufridas cotidianamente por ciudadanos que experimentan la degradación de sus barrios, la destrucción de sus emprendimientos, la alteración de su forma de vida y el temor a ver afectados sus bienes o aun su integridad.
Inevitable y peligrosa es la percepción de ausencia de la autoridad que entonces comienza a instalarse. Y, en ese sentido, si bien resulta natural que La Moneda centre sus esfuerzos comunicacionales en materias como la agenda social o el propio plebiscito, la cuestión de la seguridad pública no puede quedar en una situación relegada o que permita equívocos respecto de su prioridad para el equipo gubernamental.
El ya tantas veces mencionado desafío de marzo —esto es, el reto de contener lo que por distintas vías se anuncia como una nueva ofensiva desestabilizadora— demanda no solo la enumeración de medidas anticipatorias, sino la efectiva capacidad del Estado para imponer la legalidad frente a una dinámica en la que, hasta ahora, el factor determinante ha parecido ser la mera voluntad de los violentistas para ejercer su poder destructivo.
Oposición: una ambigüedad que no logra superarse
Si tal sensación se ha ido instalando, responsabilidad importante han tenido también ciertas dirigencias. Descontados quienes desde el mismo 18 de octubre han expresado su intención de conseguir el término anticipado del actual mandato presidencial o los que desde antes venían legitimando el quebrantamiento de la ley, fuerzas de oposición con trayectoria y compromiso democrático han manifestado una inquietante ambigüedad frente a la violencia, como incluso han reconocido figuras de ese sector. Ello ocurre cuando, más allá de declaraciones genéricas, se obstaculiza o cuestiona cada acción del Gobierno que tenga por objeto enfrentar el violentismo. Lo han vuelto a mostrar las disímiles reacciones de esa oposición a raíz de los dichos de un exintegrante del MIR y del movimiento peruano Túpac Amaru llamando a “continuar la lucha” y planteando la necesidad de colapsar “la columna vertebral de la defensa del Estado, que son las Fuerzas Armadas”. Con independencia de las posiciones respecto de la decisión del Ejecutivo de haberse querellado por Ley de Seguridad del Estado, llama la atención la insistencia de ciertos dirigentes y hasta del presidente del Senado en minimizar su gravedad.
Parecen no entender esas voces que el sentido relegitimador del proceso constituyente se verá frustrado si no existen las condiciones mínimas para una deliberación ciudadana informada y libre, ajena al chantaje de la violencia y a la intolerancia que permea el debate. Lo ocurrido con las paredes de un centro cultural santiaguino, transformadas primero en espacio de legitimación para toda clase de odiosidades y luego en campo de disputa entre rayados y capas de pintura no debiera ser metáfora del ambiente en que los ciudadanos tomarán una de las decisiones más trascendentes de las últimas tres décadas.