Se atribuye a Carabineros de Chile (además de reprobar conductas administrativas y éticas reprobables, pero imputables a una cuota mínima de su dotación, así como la comisión de atropellos a los derechos humanos, cuestión aún sometida a pronunciamientos judiciales) la falta de prevención del estallido social que sacude al país con insistencia que no desaparece.
En el diseño de la seguridad, Carabineros y la Policía de Investigaciones desde que fueron creados han tenido el rol que define actualmente el artículo 101 de la Constitución Política. Sin embargo, la cadena de enfrentamiento del delito cuenta con otros varios eslabones, cuyos respectivos campos debieron también sugerir señales sobre lo que podría ocurrir, lo que, lamentablemente, tampoco sucedió. Hechos de la envergadura de los acontecidos comprometen en su pronóstico a toda la “comunidad de inteligencia” ahora existente y toda ella debiera sentirse responsable.
Para alcanzar satisfacción en estos esenciales objetivos estatales es necesario establecer oportuna y eficientemente redes de coordinación y colaboración, lo que, a juzgar por los hechos, no ha ocurrido en los últimos tiempos entre nosotros o, al menos ellas, todas, inclusive el propio Gobierno como tal, y no solo Carabineros, como se apunta, fracasaron en la predicción de los hechos derivados en el festín delictivo que padece el país desde hace cuatro meses.
En el positivo propósito de perfeccionar la aplicación de las normativas se ha marcado el acento en cuanto a la liberalización de las manifestaciones en sitios que pertenecen a la nación toda, rigidizando el cumplimiento de las funciones que deben desempeñar las instituciones policiales en el marco de las funciones que la institucionalidad les encomienda.
Coincidentemente se ha sugerido la creación de un Ministerio de la Seguridad, siguiendo la actual tendencia de instalar secretarías políticas antes que jefaturas político-técnicas de rango altamente calificado, dependientes de las secretarías de Estado que correspondan. Sin perjuicio de incrementar la burocracia para atender un tema que, como antes se ha expresado, está radicado en una multiplicidad de organismos, se desconoce que lo verdaderamente apremiante es ponerlos en coordinación, única manera de potenciar su genérico como específico rendimiento.
La angustia que provoca el actual fracaso no se despejará recurriendo al dictado de leyes “benéficas y salvíficas”, como la Constitución de Cádiz, creando un ministerio, cuyo discutible contenido deberá cumplir una lata tramitación, la que, según se ha comprobado en otras iniciativas de contenido relevante, suele extenderse por años.
Para lograr el objetivo de coordinación, cuya urgencia y necesidad apremiante no debieran ser discutibles, la actual normativa constitucional contempla en el inciso tercero de su artículo 33 la facultad presidencial de encomendar a uno o más ministros de Estado la coordinación de las labores que correspondan a secretarios de Estado y la relación del Gobierno con el Congreso Nacional. La herramienta que se reclama existe, pues, en nuestra legislación y, de hecho, ha sido aplicada para enfrentar otras situaciones complejas.
Lo señalado lleva a la conclusión de que el Gobierno, además de recursos tácticos que no solo debieran planificarse sino aplicarse sin titubeos, cuenta con facultades institucionales para lograr desde ya el restablecimiento del orden público quebrantado, sin esperar la dictación de nuevos estatutos legales ni introducir en los vigentes modificación alguna. Sea recurriendo a la legislación general o a los legítimos mecanismos que brindan los estados de excepción constitucional, con la participación en su aplicación de las Fuerzas Armadas, en caso que en el marco institucional en vigencia el Presidente de la República lo estimare necesario, es posible poner término al preocupante espectáculo de una minoría que impúdicamente degrada y destruye el respeto a la ley, conducta que ha sido el signo que siempre nos ha distinguido entre “remotas naciones respetada”.
Corresponde simple, pero decididamente, aplicar la ley, máxima expresión objetiva de las pautas de conducta democrática. Hacerlo probablemente significará costos, pero ellos serán siempre menores a los que estamos y seguiremos pagando mientras procuramos mantenernos en la peligrosa ficción de compartir un equilibrio del todo inestable entre una respetuosa mayoría silenciosa y una minoría vociferante de transgresores de la ley. La paz y la unidad sociales tienen un solo rostro y una misma actitud, la de mantener y asegurar la seguridad pública, deber prioritario e inexcusable de gobernantes y gobernados de una comunidad organizada, aunque lingüísticamente sea calificado un pleonasmo, igual que el título de este artículo.
Como en el texto bíblico, lo demás vendrá por añadidura.
Enrique Krauss Rusque