Calificar a un escritor como el mejor, siempre es peligroso, se presta para equívocos y lo que resulta peor, se confunde a los lectores. Sin embargo, si William Ospina (1954) no es el creador literario colombiano más representativo de su nación en la actualidad, está cerca de serlo. Poeta de gran calidad, ensayista notable, es mucho más conocido entre nosotros como novelista y tenemos la suerte de que la mayoría de sus ficciones —
El país de la canela,
La serpiente sin ojos— se encuentran disponibles en librerías chilenas. A primera vista, podría parecer sospechosa tanta versatilidad: la tentación de abarcar formas diversas, a veces contradictorias, puede redundar en detrimento para el conjunto de una obra. El caso de Ospina es excepcional, ya que salva con creces tales obstáculos y se mueve con absoluta desenvoltura, hasta con maestría, en cualquier tipo de experimentación libresca que elija.
Guayacanal es su último título y, desde comienzo a fin, nos encontramos ante un ejemplar inclasificable. Es lo más personal que ha compuesto hasta la fecha, es su historia más íntima, es el retrato de tres generaciones que se remontan al siglo XIX, para culminar en el año de la impresión de Guayacanal y Ospina llega a permitirse incursiones que transcurren durante la conquista y la colonización del tercer país más grande de Sudamérica. En otras palabras, no es poesía, meditación ensayística ni novela, sino de cada cosa un poco. Y en lugar de producir algo confuso o deshilvanado, tenemos, por el contrario, un trabajo de excepcional coherencia y unidad. Los personajes —y son cientos, por lo que es imposible recordar cada nombre y apellido— pertenecen, sin excepción, a la familia Ospina, una familia que, en un estilo muy diferente, hace recordar las sagas de García Márquez o Álvaro Mutis.
El pretexto para dar inicio a
Guayacanal es un viaje que el narrador, William, quiere hacer a Manzanares, junto a Mario. Ahí se asentaron, hace más de 150 años, sus bisabuelos Benedicto y Rafaela, a quienes no conoció, pese a que guarda remembranzas imborrables de ellos y del clan que fundaron. Por un motivo u otro, William nunca ha podido conocer esa localidad, antes situada en una zona inalcanzable y en el presente de acceso relativamente fácil, gracias a modernas carreteras. De alguna manera,
Guayacanal es una lección sobre la geografía en Colombia, en especial la sabana bogotana, las cumbres cordilleranas de Antioquia y el inmenso río Magdalena. Con todo, el lirismo y el poder expresivo en la prosa de Ospina hacen que nos desplacemos de un sitio a otro sin pedanterías pedagógicas.
En el fondo,
Guayacanal pasa a ser una serie de relatos repletos de alegría, de fiestas populares, de música, de gente inverosímil, de magia y hechicería, de descripción de una naturaleza desbordante, maravillosa, deslumbrante, en cierta medida todavía descontaminada, así como también de hombres odiosos y crímenes terribles, que se han originado en la violencia, ese estigma que siempre ha marcado a la patria de Bolívar. No obstante, Ospina hace un distingo clave entre la violencia de ayer y la de hoy. La primera consistía en riñas, disputas territoriales, luchas entre grupos rivales, desacuerdos políticos y si bien se traducía en hechos de sangre, era, en buena medida, una impetuosidad limpia. La de ahora, bueno, todos sabemos cómo es.
Guayacanal no sería lo que es si no consistiera en una profunda meditación en torno a una Colombia fenecida —destruida, en palabras de Ospina—, una memoria de épocas extintas, un recordatorio de seres humanos desaparecidos, una invocación del espíritu de todo un pueblo. En ese sentido, la búsqueda de la infancia por parte del protagonista, bien podría ser la indagación de su vida íntegra, un proceso que es, desde luego, interminable y forzosamente imperfecto. Y aquí salen a relucir, con brío y gran poder narrativo, sus bisabuelos Benedicto y Rafaela (el volumen está ilustrado con antiguas fotografías de ellos y otros parientes y amigos de William). Aun así, quien se roba la película es Rafaela. Cuando los varones hacían lo que querían e iban donde les diera la gana, Rafaela, sin importarle un ápice lo que dijeran los machos, llevaba a sus hijas, sus sobrinas y sus amigas a cuanto baile y entretención quisieran asistir y su razonamiento era imbatible: ¿por qué nos vamos a privar de pasarlo bien si los otros ni siquiera nos piden permiso para ausentarse semanas o meses? Claro que esto ahora suena de lo más natural, por más que hace siglo y medio fuese una herejía.