¿La lengua como transporte turístico? La lengua: esa alfombra mágica que, por estar conectada por detrás con el tungo, por donde le circulan a uno las ideas, es siempre presa memoriosa. Y más cuando combina sus gracias con las del olfato. Si no lo cree, lea a Proust.
Es que “le traen” las guaguas (los “bebés” no las traen) un artilugio ya incorporado que funciona como “máquina espacio-temporal”. Mire, vea. A horas exactas, alargan la rosada trompita y empiezan a chupar lo que encuentren hasta dar con el pezón. El tiempo lleva a la exploración del espacio. Y esa máquina espacio-temporal sigue funcionando sin parar hasta el mero día en que la guagua, transformada en carcamal tan desdentado como cuando partió, abre la trompa buscando las cucharadas de caldito, administradas por una enfermera pizpireta y codiciosa, que son el último viático terrenal antes de llegar a… (omítase el destino).
Entre aquel primero y aquel último estado del humano, éste puede viajar con la lengua, el olfato y la memoria mucho mejor que con cualquier otro vehículo. Y lo que así recorre tiene una vastedad y un encanto tales que la misma realidad, a veces, es, en comparación, decepcionante. ¿No le ha ocurrido alguna vez a Su Mercé que se va a visitar cierto lugar amado de su infancia, al cual no ha vuelto en décadas, y cuando llega y lo mira y recorre lo encuentra estrecho, pobre, descolorido, sin encanto, inodoro e insípido? ¿Ve? Eso. Más valía no haber vuelto y haberse quedado con el recuerdo.
En otras ocasiones más vale no comer algo y quedarse con el recuerdo de antiguas emociones olfativas. Nos pasa siempre con las mandarinas: ninguna, absolutamente ninguna mandarina de las que hoy se merecen, es como las del mandarino del último patio de nuestro abuelo, chiquitas, de cáscara delgada, facilísimas de pelar y bien peponas, que, una vez hincada la uña en la cáscara, llenaban la casa entera de un inigualable perfume que se quedaba en los dedos por largo rato. La máquina espacio-temporal nos revela que existe una realidad mejor que la real.
Nuestra abuela hacía, con otras naranjas que había en aquel patio, unos confites que aquí le contamos, agregándoles algunas cascaritas de mandarina. Los guardaba en una especie de compotera de cristal con tapa, que disimulaba, detrás de unas fotografías, en una mesa del living.
Confites de naranjaRalle Usía zanahorias peladas hasta tener ¼ k de ellas. Ponga ¼ azúcar en un olla, agregue la ralladura de 2 naranjas ácidas y de algunas mandarinas. Moje con el jugo de las naranjas y haga un almíbar de pelo. Agregue la zanahoria rallada. Cueza, revolviendo, hasta que se vea el fondo de la olla. Enfríe la mezcla. En un plato con azúcar granulada ponga cucharaditas de ella y forme pelotitas como mandarinas. Ya cubiertas de azúcar, oréelas 2 días y estarán listas.