“Si el tiempo de mi padre se detuvo el día en que murió, también se detuvo en mí, al menos en lo que se refiere a mi yo relacionado con él. Así quedó formulado en la conclusión de la primera sesión de evaluación. Hay un tiempo común a todo el mundo, un tiempo convencional que todos acatamos para facilitar el funcionamiento de la vida entre los seres humanos, pero también hay un tiempo propio a cada uno de nosotros, o más bien varios tiempos propios, individuales. En mi caso existen por lo menos dos: en uno me estanqué en la edad que tenía cuando murió mi padre y en el otro sigo avanzando con el resto de la gente que me rodea”.
El pasaje transcrito procede de
Punto de no retorno, décimo libro de Michel Bonnefoy (1956). La palabra clave de él es “evaluación”, tal como más adelante lo serán “recinto”, “asilo”, “encierro”, “murallas” y otros sinónimos. De este modo, muy temprano en la novela, sabremos que el protagonista narrador está internado en un centro psiquiátrico. La causa que proporcionan los especialistas es el fallecimiento de su progenitor durante un accidente carretero, en 1963. En cambio, los motivos que nos entrega quien lleva la palabra en primera persona consisten en la actual situación de Chile: el mercantilismo, la crisis del modelo neoliberal, la competitividad, la jungla en que se habría convertido nuestro país. Si parece exagerado obligar a una persona a ingerir altas dosis de antidepresivos por hechos que sucedieron hace 56 años, las razones que esgrime el actor central podrían parecer válidas.
Punto de no retorno es un relato claustrofóbico, cerrado en sí mismo, tan autorreferente que puede resultar cansador. Bonnefoy renuncia a los diálogos, al empleo de voces múltiples, a la intromisión de cualquiera que participe en lo que está contando el recluso. De ninguna manera esto constituye un factor negativo: el autor santiaguino escribe bien, es convincente en todo momento y sabe atraparnos en la grave melancolía que permea a esta extraña crónica. Además, ha optado por un método riesgoso, que se añade a los peligros de componer un título desprovisto de acción: ni el personaje principal, ni su padre, ni su madre, ni su abuela, ni su hermana, ni sus primos, tíos o parientes tienen nombre. Sin embargo, la pericia de quien lleva publicando más de diez décadas, se nota enseguida cuando adivinamos a quién se refiere en tal o cual momento de la obra.
Punto de no retorno transcurre en un prolongado período, que abarca desde la edad dorada de los sesenta, hasta el incierto presente. Ambos jefes de familia son comunistas, ambos ejercen la medicina con altruismo, ambos pertenecen a la desprotegida clase media de antaño y hogaño. Con todo, la figura primordial en la mente, primero del niño y después del adulto, es el bondadoso y abierto patriarca, cuyo hobby obsesivo es la pesca, de lo que se derivan numerosas anécdotas acerca de este deporte. Como una ficción no puede componerse solo de seres innominados, tenemos a Verónica, primer amor del chico, más tarde convertida en seguidora de los Beatles; a Lucho, un mocetón de pocas luces, imbatible en las pichangas callejeras, aunque muy malo para el ciclismo, más tarde convertido en delator de la DINA; a Arturito, un muchacho de elevada inteligencia que muy temprano en la vida ingresa al MIR, para, más adelante, convertirse en detenido desaparecido debido al soplonaje de Lucho y, sobre todo, a Fresia, la empleada puertas adentro que cocina truchas, salmones, carpas y algunas delicias que son de su exclusividad. Además, hay vecinos, comerciantes de barrio minoristas, diversos amigos, todo lo cual hace que
Punto de no retorno sea un título literario mucho menos despoblado de lo que parece a primera vista.
No obstante, estamos frente a un trabajo decididamente sombrío, desolado, incluso oscuro. Bonnefoy está muy lejos del optimismo, de las visiones falsas que suelen pasar por positivas y de lo que sea que otorgue un remoto color de rosa a
Punto de no retorno. Aun así, hay tramos de belleza y plácida dicha mientras leemos episodios poco felices: el paisaje, el cerezo que alumbra el patio de la casa en Santa Julia, Ñuñoa; los escasos instantes románticos en quien ha tomado la determinación de no tener hijos, pues no quiere traerlos a un mundo en desintegración, en fin, un desenlace que, para nuestro alivio, es bastante promisorio. Pese a lo anterior, el tono general es tan tétrico que, al dar vuelta a la última página de
Punto de no retorno, dan ganas de ver una comedia musical.