“¿De verdad cree que su actitud va a cambiar el curso de la guerra? ¿Que alguien más allá de esta Corte sabrá de usted? Nada va a cambiar. El mundo seguirá tal cual y usted se desvanecerá”.
Es lo que, en julio de 1943, un inquieto juez militar le espeta a Franz Jägerstätter —granjero austríaco del pueblito montañés Sankt Radegund, ubicado casi en la frontera con la Bavaria alemana— después de que este se ha negado repetidamente a hacer el juramento a Hitler e ingresar al Ejército nazi. Se le dijo por todos los medios. Se le ofreció un puesto alejado del frente. Convertirse en enfermero. Era cosa de firmar un papel para volver sano y salvo, junto a su esposa y sus tres pequeñas hijas. Nadie le pedía jurarlo a los cuatro vientos. Y, sin embargo, este virtual desconocido, este sujeto insignificante dijo no.
Como ocurrió con tantas pequeñas historias de la Segunda Guerra —las de Anna Frank, Oscar Schindler y el pianista Wladislaw Szpilman, entre muchas otras—, la de Franz efectivamente no desapareció: fue recogida en clave de testimonio, se editó como libro, se volvió objeto de estudio e incluso de veneración (Jägerstätter fue beatificado por el Papa Benedicto XVI, en 2007). Es, por cierto, la clase de relato que en Hollywood te consigue nominaciones al Oscar y otros premios varios. Y por eso llama la atención que “Una vida oculta”, la película de Terrence Malick que recoge este drama, no haya logrado ninguno. ¿Falló algo?
Nada, en realidad. Solo ocurre que Malick se sirvió de ella para otros fines: “Una vida oculta” no es exactamente un melodrama, no contiene secuencias de alto impacto ni parrafadas que justifiquen los motivos ni la importancia de su protagonista. Tampoco es una película que exalte la moral de los objetores de conciencia o los glorifique en cuanto víctimas. Todo lo anterior puede calificar como trasfondo y anécdota en la medida que la cinta aparta la mirada de sí misma y apuesta por describir el paso de las estaciones, los lazos entre un marido y su esposa, la durísima vida que los campesinos y sus familias llevan allá, muy arriba en la montaña; los titánicos contornos de un paisaje que protegió tu vida entera, y que ahora devuelve el sordo silencio de una comunidad para la que te has vuelto un paria.
Así, el exigente destino que le cabe a Franz no es muy distinto al que enfrentan Edward Witt, el soldado estadounidense que abandona las armas en “La delgada línea roja” (1998), y Pocahontas, la princesa indígena que deviene en anónima súbdita británica en “El nuevo mundo” (2005). Como sugerían esas cintas —ambas realizadas en los días en que Malick era reverenciado como un maestro incomparable y aún no perdía crédito realizando proyectos autobiográficos—, el realizador ha transitado estos caminos con anterioridad, gravitando en torno a personajes en ruta directa al sacrificio; inadvertidos cronistas de un martirologio que invariablemente tendrá lugar en lugares de inmensa y atroz belleza, como si ello fuese condición esencial y reflejo de un tránsito que no acaba en el vacío, sino que se proyecta en la pantalla y de ahí al infinito.
Tanto Witt como Pocahontas y Franz parecen tener dolorosa conciencia del camino elegido; pero a diferencia del ánimo trascendentalista con que los primeros enfrentan su martirio, el de Jägerstätter evoca ecos de religiosidad cristiana. De hecho y vista así, la película bien podría ser lo más cerca que el cineasta ha llegado, por ahora, de filmar una vida de Cristo (se supone que su próxima cinta, “The Last Planet”, será precisamente sobre el tema). La conjetura hace sentido si se piensa que, en distintos momentos de sus carreras, colegas de similar tonelaje lo consiguieron (Scorsese, Pasolini), lo intentaron sin éxito (Bergman, Dreyer) o, como ocurrió con Tarkovsky en “El sacrificio” (1986), abordaron aspectos de ella desde una perspectiva lateral, casi metafórica. Malick sigue esta última ruta y hasta las últimas consecuencias, abriendo su filme a voluntariosas lecturas antifundamentalistas y antiautoritarias, pero sin nunca perder de vista que la decisión moral de un solo hombre es un acto tan importante como minúsculo. Que ahí radica su poder y su misterio.
A HIDDEN LIFE
(Estados Unidos, Alemania, 2019). Dirección de Terrence Malick. 174 min.