Algunos estetas del cucharón hablan de la “paleta de colores” en la cocina. ¡Válganos! La verdad es que algunos de los mayores platos de la humanidad no exhiben mucho colorido. Pensemos en esa gloria que es el “cassoulet de Castelnaudary”, o en esa otra que es la fabada: su colorido café o “marrón” no impide en absoluto el disfrute. Por eso el oír decir con sorna que la cocina chilena es toda, uniformemente, de color “marrón”, nos pica el amor propio: si estima Usía que su charquicán le quedó demasiado “marrón”, y considera que ello es pictóricamente indeseable, plántele un perejil encima para entonarle la “paleta de colores”, calle la boca, sosiéguese y coma.
Recordamos aquella época de los
hippies de pelos largos, enmarañados y sucios, con gorros y bufandas de lana, adornados con colgajos tercermundistas y devotos de santones orientales flacos como pitilla. “Charango lila” les decíamos, porque el lila no faltaba en sus arreos de lana, ni el charango con que musicalizaban (horrorosamente) su “
spleen”. Algunos de ellos se vestían con unas sábanas amarillas vagamente budo-orientales, cruzadas entre las piernas como pañales, y se rapaban la cabeza, excepto la mollera, donde se dejaban crecer una colita de pony. Esa simpática fauna amaba comer platos “marrón”: “
brownies beautiful”, decían. ¡Volver a la naturaleza, ser simples, sencillos, comer cosas con cáscaras y hollejos! Salieron al mercado, por entonces, tallarines de harina integral, carísimos, y se puso de moda el frangollo (bautizado, alla turca, como bulgur) y otras cosas que la humanidad abandonó a fines del neolítico. ¡Qué complicado y caro era ser simple! ¡Cuánta busca y rebusca de ingredientes “naturales”!
Una de las mayores dificultades, para los
hippies criollos, fue que gran parte de los ingredientes “naturales” llegaban con nombres ingleses, en las recetas de algunos gurúes como la archifamosa Ellen Buchman Ewald, de cuyo codiciado libro
Recipes for a small planet tenemos una copia: nadie sabía muy bien la traducción al castellano de la mayor parte de ellos. Desde entonces el eneldo, hierbajo hortícola, quedó bautizado como “
dill”. Y ¿qué diablos era el “
caraway”, y cómo pedirlo en las hierbaterías de Franklin (que es por donde la fauna naturista —hoy vegana— solía deambular)? Entre las cosas inalcanzables, que terminaron por hacer que esa cocina ideológica fuera mandada a freír monos a otra parte, estaba la “
buttermilk”, imposible de conseguir en Chile.
Con todo, la Ellencita, en sus homilías culino-ambiento-esotérico-rebeldes, traía algunas cosas ricas, como esta, para desayunar.
Panqueques de avena
Mezcle en un bol ½ taza de harina integral de trigo, 1½ de avena precocida, 1 cda de polvos de hornear y 1 cdta de sal. Añada 1 huevo mezclado con 1 cda de aceite, 1 de miel, y 1½ taza de leche. Forme con todo esto un batido. Ponga cucharadas de él en sartén bien caliente pincelado con aceite. Voltee cada panqueque cuando los bordes estén firmes. Cómalos regados con miel.