Esperanza Marzouka (1947) nació en Belén y en 1956 emigró a Chile junto a su familia. Estudió medicina y ejerció como hematóloga hasta 2015. Desde entonces, se ha dedicado con pasión a la literatura. Seguramente esta vocación surgió en ella mucho antes y quizá ha escrito desde temprano; por cierto, ha leído en forma omnívora. Pese a decidirse a publicar algo tarde, ni un átomo de vacilación se percibe en
La llave, su primera novela. Por el contrario, considerando lo difícil que es sacar un libro a una edad algo madura, Marzouka sobrelleva las dificultades que esto implica con un aplomo y una seguridad que resultan estimulantes en un texto inicial y que podrían anunciar un promisorio futuro para las letras nacionales. En otras palabras,
La llave es una grata sorpresa y, por lo general, estamos ante un título bastante logrado.
La llave es, a primera vista, una historia de amor entre Madelaine y Said, dos jóvenes que se conocen mientras él estudia en París y ella trabaja como camarera para financiar sus proyectos. Madelaine es francesa y él es árabe; o sea, ambos provienen de ámbitos muy distintos. La historia se desarrolla a lo largo del siglo pasado, desde sus comienzos, hasta llegar a los años sesenta. Said proviene de un entorno social complejísimo, que se expresa durante varias generaciones, con padres, hermanos, tíos y, sobre todo, amigos que asisten en forma activa a la desintegración de Palestina, que culmina con la instauración del Estado de Israel. En cambio, Madelaine, la narradora central en esta intriga, aparte de vivir sola y ser una mujer independiente, nada tiene que ver con los enredos de su futuro marido que, de partida, se traducen en la furiosa negativa de Fuad, progenitor de Said, para que los jóvenes contraigan matrimonio (a pesar de que Fuad se casó con Denise, de la misma nacionalidad que Madelaine). Y, al comienzo, ella poco o nada entiende acerca del conflicto que ha asolado al Medio Oriente desde siempre y, en concreto, a partir de la masiva inmigración de judíos europeos a la Tierra Santa. Sin embargo, a poco de vivir con Said, domina el idioma que ahí se habla y es otra ciudadana que se siente a sus anchas en ese medio, tan diverso al suyo.
Marzouka ha elaborado una compleja ficción que es contada por numerosos personajes, por lo general en primera persona, opción válida, si bien un tanto discutible en un volumen inaugural. Así, el principal problema de
La llave consiste en que las voces narrativas se parecen demasiado, hasta el punto de ser muchas veces idénticas, por lo que es frecuente que las confundamos. Sin embargo, superada esta traba, el relato es fascinante, contradictorio, incluso apasionante. Desde luego, no se trata de una obra antisemita (mal que mal, hebreos e islámicos proceden del mismo tronco racial), por más que Marzouka, naturalmente, tome el punto de vista de Said y los suyos. Por lo tanto,
La llave describe la pesadilla que se inició desde el momento mismo en que, en 1947, la mitad del territorio en el que se originaron las tres principales religiones monoteístas del mundo es regalado a los extranjeros, según las palabras de Madelaine.
No obstante, pese al trasfondo bélico y romántico de
La llave y junto a la vasta cantidad de relaciones interpersonales que se desenvuelven a través de las décadas, quizá habría que definir a este tomo como un canto de amor a Palestina, a sus gentes, a sus peculiares hábitos, a una cultura ancestral, a los roles asignados a los heterogéneos individuos que pueblan esa conflictiva zona. De este modo, por encima del cuadro político, tenemos otro cuadro, tal vez más interesante que la guerra permanente que la ha asolado. Las comidas —Marzouka debe recurrir con frecuencia a notas para explicarlas—, las bebidas, la forma de practicar las creencias, la legendaria hospitalidad de ese pueblo, las jerarquías aceptadas o apenas toleradas, el modo como ahí se entienden los vínculos entre los sexos opuestos y, muy especialmente, la fraternidad, la bondad, el cariño, la confianza que se deposita en el otro conforman la sal y la tierra de
La llave. Para los lectores contemporáneos, acostumbrados a percibir la supuesta realidad de un espacio geográfico convulsionado, siempre desde la perspectiva occidental, este modesto y paradójicamente ambicioso ejemplar será una lección íntima, humana, introspectiva de una tragedia que, en definitiva, nos afecta a todos.
Y es fundamentalmente sano que Marzouka enfatice estos aspectos, en lugar de insistir en otros, que contemplamos a diario en los noticieros televisivos.