¿Cuál es la ideología de las barras? ¿Son mayoritariamente de izquierdas o se convierten en mercenarios de la derecha para las elecciones solamente? ¿Se oponen al sistema de sociedades anónimas o aferrarse a la teta de sus privilegios los convierte en aliados temporales? ¿Siempre anteponen la lucha social a los colores de su equipo o simplemente hacen política cuando el debate se agota? ¿Son Robin Hood o ladrones de baja ralea? Para quienes llevamos tiempo en el fútbol, las respuestas están más que claras.
Habrá idealistas en sus filas, seguro. Y gente que, con honestidad, abraza la posibilidad del cambio social. Pero no me atrevería a entregarles la defensa de causas en las que creo, porque su origen, su historia y su discurso están basados en la violencia, el abuso, la prepotencia y el terror. Y eso contamina cualquier lucha justa.
Las barras bravas hoy son más protagonistas que nunca gracias al empoderamiento que les dio convertirse —por su experticia más que por sus ideales— en la primera línea. Porque la ANFP, los clubes, los jugadores y sus organizaciones les dieron el poder para interrumpir el torneo tras la asonada de un puñado de garreros que robó un par de buses y agredió a quien se les pusiera por delante en el Estadio de La Florida.
Pero el verdadero poder se los entregó la fuerza policial chilena, que en su consagrada ineptitud, ignorancia y desprecio por los adecuados procedimientos, les dio un mártir en el capítulo más triste y doloroso de la lucha callejera que libran permanentemente, antes por enfrentarse a sus rivales, a Carabineros, para saquear o para imponer su pasión, y que ahora reivindica las demandas sociales.
Fieles a su historia, no está claro a qué patrones están sirviendo. Si en su vandálica acción empujan los cambios o ayudan a quienes no los quieren. El interesante debate en redes sociales de los fanáticos de la U antes de la goleada ante Curicó y en San Carlos de Apoquindo dio luces para entender la fricción entre dos bandos en pugna: los que creen que el fútbol entorpece la lucha y los que sostienen que el estadio es el anfiteatro perfecto para amplificar y adherir pacífica, pero decididamente, por una causa.
No percibo aún los beneficios de haber suspendido el torneo anterior tras la rebelión civil. Ni atisbo el gesto solidario de haber suspendido el partido de la selección en Lima. De hecho, creo que lo único que han conseguido es ponernos en la mira de la Conmebol y la FIFA para jugar en condiciones más controladas, con más calor y la amenaza de perder las localías, como le pasó a Coquimbo.
La lección sigue siendo la misma: la seguridad en los estadios es labor prioritaria de los clubes. Y de la ANFP. No puede seguir entregada exclusivamente al Estado y las sanciones deben aplicarse a las instituciones, y, en lo posible, en el aspecto deportivo, que es lo único que puede frenar a los violentistas. Pero hay que ser pesimista. Pocas veces el Consejo ha sido más ineficiente y esas medidas les tocan el bolsillo y la conveniencia. Y contra eso no hay nadie que se manifieste, lamentablemente.