En el siglo IV se le llamaba la fiesta del Encuentro (en referencia al encuentro de Jesús con Simeón y Ana). Más tarde, en el siglo VII, se introduce en Roma como la fiesta de la Purificación de María. Y como entonces se realizaba una procesión nocturna con velas, se le conoce como la fiesta de la Candelaria. Es, asimismo, una fiesta asociada todavía a la Navidad, celebrando a Cristo como luz de las naciones.
Además del sentido de la fiesta, hay dos elementos de este Evangelio en los que me quiero detener.
El primero dice relación con dos ancianos Simeón y la profetiza Ana que se acercan a este niño y lo reconocen como el Mesías esperado. Es probable que hubiera mucha gente en el templo; sin embargo, solo estos dos ancianos fueron capaces de reconocer en Jesús el cumplimiento de la esperanza de Israel. En medio de todo el ajetreo del templo, estas dos personas mayores supieron poner la mirada en lo fundamental.
Sin duda, ellos representan la tradición de nuestros padres, de nuestros antepasados, de aquellos que nos transmiten la verdad recibida, a su vez, de sus padres. En estos tiempos de cambio que experimentamos como sociedad, aparece el importante tema de la dignidad de la vida del adulto mayor. Se trata de una materia que no solo es responsabilidad del Estado, sino, y en primer lugar, de la familia. Estamos en deuda con nuestros abuelos, no solo en su pensión digna, sino también porque hemos perdido la capacidad de escucharlos. Las generaciones más jóvenes muchas veces sienten que están creando y construyendo a la sociedad desde cero, y las más de las veces parecieran no estar dispuestas a escuchar la experiencia de sus abuelos, que saben poner la mirada en lo que es fundamental.
El otro lado de la vereda nos muestra una admirable apertura de nuestros mayores a todo el cambio digital y tecnológico. Ellos han sido capaces de abrirse al cambio, con todo el esfuerzo que eso significa. Eso es muestra patente de que lo nuevo y lo antiguo en nuestra sociedad deben conversar. Nuestros jóvenes deben conversar y escuchar a sus abuelos y estar dispuestos a recibir de ellos aquella sabiduría que es fruto de los años recorridos, que te enseña a poner la mirada en aquellas cosas que son las fundamentales, y que los más jóvenes no son capaces de ver.
Un segundo aspecto que sugiere este pasaje del Evangelio tiene que ver con la universalidad de la propuesta de Dios.
El mensaje fundamental de la fiesta de hoy está expresado en el canto del anciano Simeón, quien reconoce al niño Jesús como “luz para todas las naciones y gloria de Israel”. Al igual que en la adoración de los reyes, detrás de la expresión “todas las naciones” está el reconocimiento de la universalidad de la salvación en Cristo. Esto va a quedar esclarecido definitivamente al momento de la resurrección del Señor, pero desde un principio ya se habla de la dimensión universal de la vida nueva que trae el Mesías.
Dos mil años después, el mensaje del Señor es bien recibido por muchas personas, más allá incluso que por los cristianos. Su propuesta de ser hombres y mujeres nuevos es para todos. Pero nosotros tendemos a condicionar esta propuesta de vida colocándole requisitos y restricciones. Dudamos de la gratuidad de la salvación y la vinculamos a nuestros méritos: es un premio para los que piensan de cierta forma y para los que viven cumpliendo ciertos mandatos. Así nos parece justo. De alguna forma, nos apropiamos del Evangelio y terminamos manipulando la gracia de Dios.
Pero esto no es así. Cristo es luz y vida para todos los hombres y mujeres, de todos los tiempos y naciones. Él quiere que todos vivamos de acuerdo a esa salvación que nos regala. Por eso debemos convencernos de que no se trata de que al final de la vida obtengamos el premio de la salvación si cumplimos ciertos mandatos, sino de que, acogiendo la salvación de Cristo, hoy nos decidamos a vivir como hombres y mujeres nuevos. Se trata entonces de acoger a Cristo para vivir hoy una vida plena y mañana, la vida eterna.
“Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo acostumbrado según la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel»”.
(Lc 2, 22-40)