La última semana de enero fue negra. No recuerdo otro verano en que marzo se apareciera de manera tan prematura. Marzo se apareció este año como un fantasma, como los fantasmas de Dickens, como el fantasma del marzo futuro, que se viene anunciando violento e intratable.

La feroz última semana de enero hizo que muchos partieran sus vacaciones de febrero sin saber si de verdad descansarían. Se fueron con una espina clavada. Michelle decía que cada día puede ser peor. Ahora da la sensación de vivir en la era de que cada mes puede ser peor.

“Ya éramos muchos en la familia y parió la abuela”. Es un viejo dicho de mi pueblo. En este caso aplica bien, porque cuando ya estábamos con una profunda “crisis político-social” en el país, llegó el coronavirus desde China a rematarnos.

Lo que pasa es que el “terremoto social” nos va a costar mucho dinero. Ya lo teníamos asumido. Y la única noticia buena del período era el acuerdo de paz entre Estados Unidos y China, que hizo subir el precio del cobre. Eso mejoraría las finanzas públicas chilenas, y nos permitiría financiar el paquete social que el Gobierno prometió para así salir de la crisis.

Pero el coronavirus echó por tierra las expectativas de un repunte chino, y el cobre se desplomó como nunca antes. Así se esfumó nuestra esperanza de ganar el dinero que nos hará falta.

Y como saben, la misma semana del coronavirus volvió al país la violencia masiva y desatada. No por nada terminamos el viernes con el dólar en torno a los $800.

Y eso que el virus chino aún no entra a Chile (al menos no lo hacía cuando escribía esta columna).

Los países que ya recibieron el coronavirus tomaron rápidas medidas para aislar a los contagiados. En China, los aíslan en un hospital construido rápidamente para poner en cuarentena a los enfermos. En Australia los aislarán, literalmente, en una isla.

En Chile tendremos que hacer lo mismo. Pero no solo con los virulentos. También deberíamos aislar a los portadores de la otra peste, la de la violencia. A los violentos de pensamiento, de palabra, de obra y de omisión.

La violencia es como un virus, se contagia persona a persona. Se viraliza por las redes sociales y brota en las calles. Genera conductas imitativas, odio y revancha.

No es lo único que tienen en común los enfermos de violentos y los enfermos de coronavirus. Los dos grupos cubren su rostro, unos con capuchas o pañuelos y los otros, con mascarillas. Pero los segundos se tapan nariz y boca para no dañar a otros, mientras que los primeros lo hacen para —por el contrario— atacar a policías o civiles hostiles impunemente.

Da lo mismo. Enmascarados y encapuchados deben ser aislados con decisión. ¿Por qué los afiebrados por el virus deben ir obligatoriamente a cuarentena y los afiebrados por la rabia o la ideología no?

Los dos grupos pueden causar daños profundos y permanentes. ¿Por qué habrían de tener un trato distinto?

Digo yo.