De partida, Samy Benmayor reconoce su deuda con el filósofo francés contemporáneo Paul Ricoeur. Así, según su propia historia y con la maravillosa capacidad de soñar que hemos recibido, el pintor bucea dentro de la memoria y el olvido. El resultado es la incorporación protagónica de lo no reconocible, y ello se traduce en metáforas plásticas de nuevo significado. Nos propone, pues él, en el Museo de Artes Visuales, tupidos entramados de delgadas líneas verticales y horizontales, trazadas con impertinente irregularidad y asimetría. Constituyen el personaje protagónico de estos óleos sobre tela. Al mismo tiempo, suelen ellos incluir sutiles chorreados, como compacto y armonioso telón de fondo. La alegría es la recompensa; resulta un buen testimonio. Insertos en esas superficies y apartándose de los propósitos abstractos, irrumpen con toda parsimonia, siempre planas, ya inesperadas superficies; oscuras de límites angulares que se proyectan voluntariamente incorrectas, ya oblongas, viscerales figuras enigmáticas, ya sus típicos monigotes aquí reducidos a movedizas siluetas negras. Dentro de este último grupo, una vez —Dependencias lineales— asoma la maliciosa punta rosada de otrora. Características semejantes alcanzan, desde luego, su más atractiva y plena manifestación en los óleos en gran formato.
Dejando de lado la bien conseguida unidad formal imperante, emprendamos un análisis global del conjunto. Hay que reconocer, primero, en qué medida afloran la alegría, el optimismo, esencias expresivas del expositor. El mismo y constante desarrollo lineal como red de un tejido posee dinámico desgarbo, además de evocar un efecto de textura asociable con lo cotidiano. También hasta el exclusivo juego de triángulos, que protagonizan una estrella central, trasunta una creatividad gozosa. Por su parte, los trazos parciales definidos con mayor rigor, al igual que las superficies propiamente geométricas recurren a coloraciones no convencionales; por ejemplo, sobre fondos ocres o grises más o menos oscuros naranja, cerúleo, amarillo vibrantes.
En cuanto a la concurrencia de las figurillas más reconocibles, encontramos algunas que se convierten en decidida caricatura. De esa manera, Funes el memorioso y su remedo de una letra mayúscula nos remece con su gracia humorística; lo mismo que la pareja como siluetas muy negras sobre plintos amarillos. Estas a más de alguien pudieran sugerirle, muy a lo lejos, Don Quijote y Sancho. Una interpretación de mayor unanimidad cabría atribuir a la más seria estilización de pinceles, en Experiencia temporal. Tampoco dejemos de mencionar ese curioso par de robots borrosos, dispuesto en la porción inferior de uno de los lienzos.
Tampoco faltan las fotografías y los volúmenes dentro de la exhibición. Respecto de los segundos, se trata de cubos y paralelepípedos pintados y que suelen portar textos manuscritos. Convencen en función de conjunto y por su cromatismo llamativo. Las 19 fotos, entretanto, constituyen expansiones de conjuntos pictóricos, alineados dentro de escenarios nacionales suficientemente variados. Abarcan estos desde el panorama natural —la plenitud espacial del Norte Grande, por ejemplo— hasta los paisajes urbanos. Entre estos últimos, atractivo especial ostenta el que se ubica debajo de un puente de doble arco, cubierto por un grafiti anónimo. Su acorde visual no puede resultar más justo.
El Museo Nacional de Bellas Artes recuerda a la escultora y pintora Laura Rodig (1901-1972). Abunda el testimonio documental —cartas, fotografías, certificados, testimonios escritos, cuadernos y afiches de actividad escolar—. Aunque quien mejor capta su figura es la hermosa pintura romántica con que la retrata Judith Alpi. Al mismo tiempo, cuelgan óleos numerosos, ocho volúmenes y dos relieves. Integrante Rodig de la Generación de 1928, su labor constituye una apertura hacia los nuevos sentires, encarnados por la modernidad y hacia una expresividad más libre. Mejor conocida por sus esculturas, hallamos aquí suyos una Maternidad y seis retratos, caracterizados por la férrea solidez de cada bloque. Eso sí, dentro de estos últimos, uno que mira al pasado —Busto de Judith Alpi (1915)— termina por conquistarnos con su gracia dinámica. Lo mismo ocurre con la pieza representativa de su período indigenista, muy influido por una permanencia en México; la fluidez corporal y la expresión serena de esta escultura lo justifican.
Si de los cuadros se trata, llama la atención el muy especial vigor de sus imágenes, si bien debe reconocerse que se aúna con un grosor de factura que, por momento, se torna tosco. Quizá su logro más intenso resida, acaso, en un muy poco femenino “Desnudo”.
La memoria, la historia, el olvido
En fin de cuentas, con la incorporación abstracta Samy Benmayor sigue siendo el mismo
Lugar: MAVI
Fecha: hasta el mes de abril
Lo que el alma hace al cuerpo, el artista hace al pueblo
Conjunto de pinturas y esculturas de Laura Rodig.
Lugar: Museo Nacional de Bellas Artes
Fecha: hasta el 29 de marzo