Al fin. El sueño se hizo realidad. Gran parte del catálogo del estudio japonés Ghibli está arribando a Netflix. ¿Por qué es tan relevante? Ghibli ha cambiando la manera de contar historias en la industria de la animación. Desde su fundación, en 1985, por el difunto Isao Takahata y el incombustible Hayao Miyazaki, han puesto el dedo en la llaga de la emoción como motor del relato y, la verdad, el gran heredero en Occidente de sus lecciones es Pixar. Desde el uno de febrero podremos ver en streaming esta primera tanda de sus filmes: “El castillo en el cielo” (1986), “Mi vecino Totoro” (1988), “Kiki: Entregas a domicilio” (1989), “Recuerdos del ayer” (1991), “Porco Rosso” (1992), “Puedo escuchar el mar” (1993), “Cuentos de Terramar” (2006). Son clásicos instantáneos que se adelantaron a su época y que en el caso de los filmes realizados por Miyazaki, como “Totoro” y “Kiki”, ponen la figura de las heroínas primero y existe la preponderancia de lo fantástico por sobre la cruda realidad que les toca vivir a los personajes. Que el contenido de Ghibli llegue a Netflix es un evento. No se trata de monitos para cabros chicos. Pensar así es un error. Simplemente son películas soberbias, y si duda de mis palabras, dese una vuelta por cualquier mall, comercio, feria y allí encontrará merchandising de Totoro: ese espíritu del bosque japonés que además es el símbolo de Ghibli.
En Netflix desde mañana.