En efecto, tenemos grabado en el ‘disco duro' que cuando hablamos de este tema debemos situarnos en el campo de la moral, de las conductas y, no pocas veces, reducimos la cuestión a un tema ético.
Sin desmerecer la urgencia de un cambio de vida, la invitación del Señor a la conversión “porque está cerca el Reino de los cielos” (Mt. 4, 17) apunta a algo aún más importante que el cambio de conductas: refiere a convertirse a Cristo. De hecho, los otros aspectos del relato muestran que los pescadores Simón, Andrés, Santiago y Juan no comienzan a ser cristianos por una decisión ética o cautivados por una doctrina, sino que por el encuentro con una persona. Ante el llamado del Señor, no se preguntan si están cumpliendo la ley para seguirlo ni se cuestionan su idoneidad ética en ese momento, sino que, simplemente, se ponen de pie, lo dejan todo y siguen a Jesús. Y ese primer paso, que es una opción, implicará poner a Cristo en el centro y hacer un camino de progresiva conversión de vida.
Hoy está instalada en muchos espacios una interpretación confusa de la fe y de la conversión, un cristianismo sin Cristo. Algunos, por ejemplo, se contentan pensando que ser cristiano es ser ético en lo social, juzgando severamente al que es incoherente en estos campos y, en no pocos casos, dando cátedra; otros entienden la fe principalmente como un cúmulo de preceptos por cumplir, en los que se juega la salvación a cada rato y donde se castiga con dureza al que no vive la verdad doctrinal. Ambas formas, que tienen visos de verdad, instalan una idea ‘abstracta' o ‘ideal' de la fe, donde el cumplimiento de conductas o el seguimiento de la doctrina parecieran estar por encima del Señor, distorsionando gravemente la vivencia de la fe y sacando a Cristo del centro.
El Evangelio oferta algo distinto: el cristianismo no es una ideología o una doctrina por aprender —sin soslayar que la fe es razonable—, ni un cúmulo de acciones que cumplir —sin obviar que la fe cristiana ha de concretizarse—, sino que, en primer lugar, es la respuesta a un Dios personal que salió a nuestro encuentro —como le ocurrió a Simón y a los otros—, y que esta respuesta —poner a Cristo en el centro— se vuelve seguimiento y se traducirá progresivamente en una vida más conforme a Cristo.
Por ello, la urgente llamada a la conversión no es primeramente una invitación a adherir a ideas ni practicar conductas, sino que es una provocación a re-direccionar existencialmente la vida hacia Cristo, partiendo por la experiencia del encuentro con Él, de la contemplación.
Simón y los otros, con extraordinario realismo, testimonian que ser cristiano es, en primer lugar, poner al Señor en el centro. Esto los provoca a recorrer, junto a Él, un camino de contemplación, de caídas y levantadas, de arduo compromiso, de consistencia religiosa y de belleza creciente. Pero también los apóstoles enseñan que la grandeza de su opción no estuvo en ser perfectos, ni en aplicar yugos a sus hermanos ni en ser los primeros acusadores de los incoherentes, ni ser los que dan cátedra del “cómo hacer”, sino que estuvo simplemente en ser discípulos que contemplan, que aprenden y que imitan a su Señor. Esto los llevó a vivir la misericordia, a obrar como Cristo, y a asumir íntegramente la doctrina enseñada por el Señor.
El Evangelio de hoy es una particular provocación a hacer un camino para centrarnos más en Jesús. En la medida en que esto sea una creciente realidad, progresivamente por Cristo, seremos mas éticos, más coherentes, más sociales y más acordes a la doctrina.
Las vacaciones son un tiempo para descansar, pero también son una oportunidad para volver a la contemplación del Señor en la Escritura, para revitalizar concretamente el seguimiento de ese Alguien que nos cautivó y para aprender más sobre la belleza de la fe.
“Una vez que Jesús caminaba por la ribera del mar de Galilea, vio a dos hermanos, Simón, llamado después Pedro, y Andrés, los cuales estaban echando las redes al mar, porque eran pescadores. Jesús les dijo: “Síganme y los haré pescadores de hombres”.(Mt. 4, 12-23)