Del italiano Pippo Delbono (60), renombrado realizador de la escena contemporánea, supimos en 2008, cuando Santiago a Mil trajo “Enrico V”, de 1992, su única obra sobre un texto de autor, atípica de su línea de trabajo. Ahora podemos apreciar esta —definida como “inclasificable”— en “La gioia”, su último estreno de 2018, en gira internacional (de aquí pasa al FIBA en Buenos Aires).
Hay que decir primero que en rigor no es teatro, sino una
performance, un acto artístico impredecible y abigarrado, tan abierto en su forma que parece no tener una estructura clara. En escena, el mismo Delbono es su eje que dice o lee textos con meditaciones personales, citas literarias y anécdotas suyas o de algunos de los miembros de su singular e inclusiva
troupe, formada por personas a las cuales la vida no les sonrió: un hombre con síndrome de Down, un vagabundo rescatado de la calle, un refugiado, un portador de VIH, entre ellos. Esos ejecutantes sin oficio, con lindos trajes de fantasía, se desplazan, bailan y crean cuadros plásticos, generando imágenes que a veces complementan o ilustran los dichos del narrador, otras sin relación posible, están ahí para que uno las asocie libremente. Todo se enmarca con una banda sonora que alterna canciones populares y música de varios estilos.
La sucesión de escenas avanza por tres cauces que se intersecan entre sí sin aviso. Por un lado es el particular himno a la alegría de Delbono, en que habla del anhelo de cada cual por alcanzar ese estado de contento y plenitud tan frágil, efímero, inasible. Por otro, un homenaje a Bobó, el sordomudo analfabeto que él conoció en un hospital psiquiátrico, que fue su
partner y amigo hasta que falleció hace un año, y que para él representa la quintaesencia de su noción del teatro (¿?). Luego el tema de la locura, la idea de poner en escena de algún modo la disociación mental y el rasgo obsesivo que conlleva la demencia, vista como una jaula o prisión de quien vive una realidad distinta al mundo que le rodea. En las tres fuentes se hace presente el deseo de transitar desde la oscuridad a la luz, de superar el duelo, un viaje que amenaza con no llegar nunca a su destino deseable. Así que esta es una reflexión autobiográfica nada de alegre, sino traspasada por la melancolía y desesperanza.
La obra tiene además un fuerte componente de instalación visual. En escena se elaboran y desarman a vista y paciencia de la platea tres: una con decenas de barquitos de papel, otra con kilos de ropa y trapos diseminados por todo el escenario, y la última que convierte el espacio en un jardín lleno de flores y hojas (de plástico), aludiendo al aserto de que ‘tras el invierno viene siempre la primavera”, según Buda.
Arribar a ese pasaje de gran potencia visual implica un camino —de hora y cuarto de duración— largo y fatigoso. El total tiene hallazgos hermosos, poéticos y sugerentes en el texto y la imaginería, la mayor parte contenidos en su mitad inicial. Llega el momento en que la obra da la impresión de haber dicho todo lo que tenía que decir y, sin embargo, continúa con ritmo cansino mientras el narcisismo de Delbono tiende a agobiar y su discurso se vuelve reiterativo, hermético, inconexo, de escaso interés.
Teatro Municipal de Las Condes. Hoy, a las 19:30 horas.