Con la publicación de la encuesta CEP, periódicamente la sociedad chilena —o mejor, su núcleo dirigente— entra en una suerte de psicoanálisis. Esta vez no ha sido la excepción.
Lo que más llama la atención del estudio no es el récord histórico de desaprobación del Gobierno: se sabía que estaba por el suelo, y guarismos más, guarismos menos no hacen mucha diferencia. Tampoco el descrédito de las instituciones, que venían hace tiempo cayendo por el barranco de la desconfianza. La desafiliación ideológica —esto es, que la gente no esté dispuesta a clasificarse a sí misma en el eje derecha-izquierda— es una tendencia que también viene de antaño. El cambio en la agenda pública, donde los problemas asociados a la vejez (como pensiones y salud) toman la delantera, es congruente con la evolución de la estructura demográfica. Lo más llamativo, en mi opinión, son otras corrientes que la encuesta permite vislumbrar, y que pueden ser aún más disruptivas.
Se había especulado al respecto, pero ahora la CEP lo confirma: estamos ante un quiebre generacional de proporciones. Como escribió la antropóloga Margaret Mead, el quiebre generacional se produce cuando las experiencias de vida de dos generaciones se bifurcan por completo, cuando los jóvenes asumen que “el pasado es un fracaso colosal” y se rebelan a ver “el futuro como una prolongación del pasado”. Este es el panorama que hoy tenemos ante nosotros. El desborde se ha vivido de forma muy diferente entre los mayores y los jóvenes en materia de participación y justificación de la violencia. Lo mismo pasa con la violación a los derechos humanos. Las prioridades de la agenda también discrepan. No es raro entonces que, si bien la crisis ha hecho que la política vuelva a la mesa familiar, en ella las visiones se polaricen entre jóvenes y adultos.
Hay otro fenómeno, que podríamos llamar disociación. Me refiero a la acentuación de la brecha entre el grado de satisfacción con la vida personal —que es relativamente elevado— y el juicio severamente negativo sobre lo que pasa en el país. Ni la efervescencia colectiva asociada a las protestas, ni la hegemonía alcanzada por el discurso que transfiere expectativas desde el esfuerzo individual y la meritocracia a la acción solidaria del Estado, han logrado atenuar esta porfiada privatización, que conduce a mirar lo común con desconfianza y a buscar la satisfacción en el mundo doméstico.
Está también la desintermediación. Todo lo que huela a una aduana que filtre, seleccione, ordene o jerarquice las necesidades, demandas o deseos inmediatos, sean individuales o del grupo de referencia más cercano, es radicalmente rechazado. En esta categoría caen el Gobierno, los parlamentarios, los partidos, los sindicatos, pero también los medios de comunicación, toda vez que la información confiable es la que llega directamente de pares o de redes sociales que son afines a las creencias propias. Esta balcanización lleva a la muerte de la política, de la sociedad civil y de la opinión pública.
Pero la encuesta revela, por sobre todo, un espíritu depresivo que se extiende como mancha de aceite. Como si hubiera sobrevenido una fatalidad: todo está peor que hace seis meses, y nada va a mejorar en el futuro. A diferencia de las revoluciones, “el estallido” no ha logrado coagular una ilusión, lo que puede ser la antesala de una frustración que haga de la melancolía un estado permanente.
Seamos claros: sobre estos cimientos no es posible levantar una convivencia más inclusiva, como lo postulara el mundo político en su acuerdo del 15 de noviembre. De ahí que sea indispensable actuar para cambiar la atmósfera. Promover el diálogo intergeneracional, asociar el destino individual al colectivo, reponer el valor de la intermediación, combatir el pesimismo. Por aquí va la terapia que se deriva del “cepanálisis”.