Para amortiguar las penas, el inicio del VAR no pudo ser mejor. Rápido, preciso, incontestable, colaboró para que el arbitraje de Tobar fuera elogiado en el duelo entre Colo Colo y la Universidad Católica, que resultó ser un muy buen reencuentro de la primera división. Por más que en los primeros minutos unos pocos inadaptados amenazaran con imponer el terror en Temuco.
En La Serena, Jorge Segovia logró aterrizarnos de golpe en nuestras mejores expectativas. El propietario de la Unión Española logró imponer en su institución una lógica extraña. Su club es parte de una industria que, mayoritaria y democráticamente, decidió echarse al bolsillo todas las consideraciones deportivas para bajar la cortina cuando se produjo el estallido social. Es verdad que los rojos estuvieron dispuestos a jugar, que posaron en esa fotografía naif y extraña que parecía de calendario, pero luego fue parte activa del cúmulo de decisiones erradas que llevaron al desprecio de todas las normas deportivas para zanjar una cuestión de seguridad.
Como suele ocurrir con frecuencia, el discurso sobre los valores de la competencia y la ética deportiva surge cuando los intereses propios son vulnerados. La Unión no tenía ni más merecimientos ni más superioridad moral para pretender obtener un premio que estaba en disputa. Lo lógico era jugarlo en cancha, ofreciendo la voluntad de reencantar al hincha, de poner en disputa el balón, de hacer un gesto generoso para recuperar la confianza de los socios.
Si algo nos ha demostrado Segovia en su historial directivo es que la generosidad no es lo suyo. Y que para blandir principios tan pomposos como la ética y la justicia hay que, al menos, haber acumulado méritos personales para la prédica. Si hay una cosa clara es que este largo receso solo provocó beneficios para los clubes, que recibieron los dineros que tanto les importan sin el sacrificio del esfuerzo. Y que había dos cosas que no se transaban: la categoría y los cheques, y ambas se resguardaron sin importar los métodos. Era comprensible que en ese afán hubiera esquirlas, heridos y groseros errores, que crecieron a la sombra de la decisión mayor, que es y será uno de los mayores errores colectivos que se han vivido en la historia del fútbol chileno.
Para salir de ese pantano solo cabe jugar, aprender de los errores y planificar para que no vuelvan a ocurrir. Y así como en Temuco la fiesta fue plena (VAR incluido) en La Serena el bochorno demostró que siempre puede ser peor. No sabemos el destino de la querella hispana y si logrará captar alguna adhesión —una sola— entre sus pares. Lo que importa es que un grupo de jugadores, un entrenador respetado y más de un funcionario quedaron cazados en la tozudez de un dirigente, lo que no es nuevo, ni nos sorprende. Con una cuota de sarcasmo e ironía el plantel bautizó como “Don Segovia” a su propietario, como una manera de separar aguas y amortiguar la vergüenza.
Igual, quedará la esperanza de que, de aquí en más, cada vez que se intente perpetrar otra fechoría contra nuestro fútbol, los que claman por justicia y ética sean los primeros en alzar la voz. Siempre y en toda circunstancia.