Hace ya varias semanas, en mitad de una función de “Ford v Ferrari”, sentí que me distraía. Al principio, no lo tuve claro: las secuencias de carrera eran espléndidas, las actuaciones también. Los autos rugían en las curvas, la década del 60 había sido recreada en su justa medida; los cortes musicales en la banda sonora, exquisitos. ¿Entonces? Al rato después, ya lo tenía claro. El problema era el hijo del protagonista. El filme se descarrilaba cada vez que el chico aparecía junto a su padre, el piloto Ken Miles (Christian Bale), hombre clave en la hazaña conseguida por Ford al arrebatar a Ferrari el primer, segundo y tercer lugar en la versión 1966 de las 24 horas de Le Mans. Filmadas con una luz crepuscular, casi sacada de un comercial de Marlboro, o en actitud cómplice —como esos avisos de bancos que equiparan familia con estabilidad—, las escenas de ambos se sentían falsas y prefabricadas, casi guiadas en sus pausas y diálogos por un algoritmo: esta mirada refleja emoción, el siguiente gesto transmite afecto, y el silencio a continuación es señal del lazo que existe entre ambos. Falso sobre falso. “La película no necesita de estas sensiblerías”, pensaba, mientras Miles testeaba con cada vuelta en la pista los límites de su legendario Ford GT4. “Esta es una historia sobre pavimento y ruedas, herramientas y mecánicos; la obsesiva energía de Enzo Ferrari; la vanidad y el peso del legado en los hombros de Henry Ford II; la forma en que estos sujetos usan a sus especialistas, los muelen y los reemplazan como si nada. ¿Por qué Hollywood necesita que crea en Ken como un hombre de familia, cuando lo más probable es que no lo haya sido, que su único objetivo era dar una vuelta más rápido que la anterior, empujarse al extremo y más allá?
Bueno, no es la única falsedad que aloja el filme. Tal como pueden atestiguar los que han visto “The 24 Hour War”, un modesto pero efectivo documental que está en Netflix acerca de la misma historia, “Ford v Ferrari” se tomó muchas libertades con los hechos reales: Miles y su jefe, Carroll Shelby (Matt Damon), no fueron el dúo que garantizó la victoria. Hubo decenas de involucrados y varios equipos trabajando al mismo tiempo. Rediseños radicales, triunfos morales, traiciones; en fin, más derrotas, dudas y humillaciones de las que alcanzan a narrarse en dos horas y media de metraje. Sin embargo, todos esos recortes, acomodos y simplificaciones resultan menos falsos que esas escenas de padre/hijo robadas a “El Rey León”. ¿Por qué?
Suele decirse que las buenas películas son capaces de dictarse a sí mismas el tono adecuado para contar su historia, y que, en lo que respecta a verdad fílmica, la fidelidad a los hechos no necesariamente juega un papel. Durante el extenso tour de promoción de “El irlandés”, se le ha preguntado numerosas veces a Scorsese si en realidad piensa que el verdadero Frank Sheeran mató a Jimmy Hoffa y cometió el resto de los crímenes que figuran en el libro que inspiró la cinta. Y la respuesta del realizador ha sido invariable: no importa si el Sheeran real lo hizo o no, porque lo que interesa en esta historia no es la persona. Es el personaje. Entender si la criatura engendrada por esta ficción es capaz de cometer tamaños actos y naufragar en sus consecuencias. A su manera, el dilema no es distinto al desafío que enfrenta Tarantino cuando evoca la memoria de Sharon Tate, en “Érase una vez en Hollywood”, y lo mismo le ocurre a Renée Zellweger, recreando las últimas semanas en la vida de Judy Garland, y a Taika Waititi al meterse en la piel de un Hitler imaginario en “Jojo Rabbit”. Se trata de gente tan ficcionada como Salvador Mallo, ese cineasta mitad Antonio Banderas y mitad Almodóvar, en “Dolor y gloria”. Mientras vemos la película, nos gusta creer que Salvador es 100% Pedro. Sabemos que es imposible, que no hace sentido; pero, pese a todo, elegimos creer.