En la medida en que el ser humano fue refinando el arte de edificar, que fue capaz de erigir muros más sólidos y concebir cubiertas más amplias, los espacios construidos evolucionaron naturalmente desde simples recintos multifuncionales, como sería una ruca primitiva, hacia complejos sistemas de conjuntos de habitaciones comunicadas entre sí y vinculadas con el exterior según la necesidad de aire, luz y circulación. Hoy nos parece evidente que un edificio o una simple vivienda se organice en una sucesión de recintos, de diversos tamaños y formas, de acuerdo con los propósitos que deban servir. A lo largo de la historia, este sentido del propósito de los espacios de la arquitectura –un libreto escénico de los actos de la vida para los que se ha diseñado un espacio singular, adecuado y digno; aquello que denominamos el “programa” de un edificio– también ha evolucionado de la mano con los adelantos tecnológicos constructivos y domésticos que, a su vez, definen el espíritu de una época y el comportamiento del ser humano en su sociedad.
En una casa romana, por ejemplo, la función de algunos recintos estaba definida exclusivamente por su posición simbólica dentro de la organización del total, de tal modo que era el rito asociado al desplazamiento de la persona en el espacio construido (desde un zaguán de acceso, por ejemplo, hasta el fondo de una larga perspectiva a través de patios, fuentes, altares y salones rigurosamente alineados) lo que determinaba qué se haría en cuál recinto y en qué temporada. Por otra parte, un palacio renacentista, como también una casona colonial chilena, disponían una sucesión de recintos equivalentes, neutros, de tamaño tal que fuesen aptos para diversos usos variables en el tiempo, accesibles a través de corredores laterales cubiertos y también a través de una secuencia de vanos, conectando los recintos entre sí y produciendo una elegante perspectiva, diversión arquitectónica que recibe el nombre de enfilade. Salvo los espacios extraordinarios que cumplían funciones de representación, en esta idea de compartición abstracta de un edificio en recintos equivalentes, es el hábito el que dicta los usos cotidianos, haciendo del conjunto arquitectónico un valor en sí mismo. Finalmente, el modernismo del siglo 20, impulso formidable de la razón en busca del hombre nuevo, digno y libre de las iniquidades de la Revolución Industrial, aunque gracias al mismo progreso que lo había esclavizado poco antes, transforma la arquitectura en una construcción funcional y racional (ocupando, de hecho, estos mismos términos para definirla), estableciendo la especificidad del recinto en función de su uso y los estándares de una economía razonable en la habitabilidad de espacios y construcciones.
Hoy, que nos preguntamos cómo es posible que un importante sector de la población urbana chilena no tenga más alternativa de compra o arriendo de vivienda que una diminuta habitación con baño, semejante a la de un modesto hotel, como si hubiésemos involucionado hasta los albores de la historia, cuando el hombre no podía aspirar a vivir de mejor modo, valdría la pena preguntarnos de qué nos ha servido recorrer tan largo camino.