Justicia es una palabra que se refiere al plan que Dios, en su infinita bondad y sabiduría, ha trazado para la salvación del hombre. Por eso cumplir “toda justicia” significa cumplir —ojalá amar— su voluntad y su querer más inmediato.
De este modo, Jesús se pone en la fila de esa gris multitud de pecadores que esperan a la orilla del Jordán. Tú y yo nos ponemos un poco más lejos y nos preguntamos: ¿Por qué Jesús se somete voluntariamente a este bautismo de penitencia y de conversión? Él no tiene pecados que confesar ni de los que ser perdonado; mejor dicho, no tiene pecados ni necesidad de conversión. Entonces, ¿por qué este gesto?
En la fila como uno más, Jesús nos muestra su cercanía y que quiere cumplir también en esto la voluntad de Dios. Pero además desea comprometerse para que su propia conducta sea una respuesta fiel a su alianza.
Cuando Jesús baja al río Jordán, también “hace visible su solidaridad con aquellos que reconocen sus propios pecados, eligen arrepentirse y cambiar de vida; da a entender que ser parte del pueblo de Dios quiere decir entrar en una perspectiva de novedad de vida, de vida según Dios” (Benedicto XVI, 30-11-11).
Podríamos decir que la gran tentación de Jesús es mirar desde fuera a esta humanidad pecadora. Pero no: con su encarnación, quiere ser uno de los nuestros, experimentar incluso la tentación, el cansancio, el dolor, el mal olor del pesebre, todo, todo… menos el pecado.
En el tiempo presente también experimentamos esta tentación: mirar desde fuera —con distancia— a nuestro país y sociedad. Cuando no hay cercanía, no hay esperanza; cuando no me veo solidariamente parte del problema, tampoco seré parte de la solución; cuando no me siento parte de esta nación, no me comprometo y no intento una respuesta.
Me decía una vecina, que vive en el bandejón central de avenida Matta: “Padre, esto que está pasando, viene de la cuna”.
Reconocer que en algo he contribuido —por omisión, ignorancia, indiferencia, etc. —, me permite “hacer algo” para que esto vaya terminando. Algunas ideas, que todos podemos intentar vivir, para mejorar con la ayuda de Dios:
Dedicarle más tiempo a los hijos, llegando más temprano a la casa; explicarles con el propio ejemplo, que el fin —por bueno que parezca— no justifica una pataleta, gritos o llantos de presión; cuidar que la casa sea de todos: que la basura se recoge, las manchas de la muralla se limpian, etc.; no hablar con garabatos —menos delante de los hijos—, y si salen, nos disculpamos y hacemos el esfuerzo para que no vuelva a ocurrir; comprender que la persona que trabaja en la casa forma parte de la familia y no está para el trabajo sucio, sino para ayudar, y nosotros ayudarla; o apoyar a los profesores —aunque se puedan equivocar—, porque su autoridad es necesaria para la formación de los hijos. Por lo demás, no existen los profesores perfectos, como tampoco existen la mamá y el papá perfectos. Como estos, hay otros ejemplos que tú mismo puedes pensar y aplicarte.
La esperanza cristiana me dice que esa sociedad chilena, ese país con el que sueño, es real, y el “hecho de que este futuro exista cambia el presente; el presente está marcado por la realidad futura, y así las realidades futuras repercuten en las presentes y las presentes en las futuras” (Benedicto XVI, Spe salvi, 7).
Jesús con su bautismo también anticipa su cruz y nos recuerda que la esperanza cristiana va del Jordán al Calvario. Recuperar nuestro país no será fácil, esto va a costar. No sé dará de un día para otro, habrá que ser perseverante y no desanimarse, pero sabemos que —con la ayuda de Dios y mi sacrificio— será una realidad: “Solo cuando el futuro es cierto como realidad positiva, se hace llevadero también el presente” (Spe salvi, 7).