Basta una vuelta por nuestras ciudades y observar los rayados en los muros para entender que las carencias en nuestra educación son una parte central de la crisis que nos golpea desde hace casi tres meses.
“Pacos invesiles, capitalismo inumano, gobierno renunsia, chile dispertó, asamblea contitullente aora, yuta acecina”.
El fracaso de la aplicación de la Prueba de Selección Universitaria (PSU) es la metáfora perfecta de todo esto. Casi 300 mil jóvenes concurrieron esta semana a rendir el examen para el que se prepararon durante años y que les abre la oportunidad de seguir estudios superiores. Muchos iban esperanzados, porque ir a la universidad sigue siendo en Chile el principal camino para progresar, para alcanzar la anhelada movilidad social.
La universidad es la que de verdad le permite a uno ponerse patines, para avanzar más rápido y llegar más lejos. Y si bien la PSU está lejos de ser perfecta, sí es una oportunidad para torcer el destino. Millones de chilenos saben que la educación cambió sus vidas y les permitió tener un futuro mejor.
Por eso es cruel sabotear la PSU, porque los más dañados, como siempre, son los más vulnerables, los menos favorecidos, los que necesitan esa prueba para surgir. Los hijos de familias pudientes, los hijos de padres con contactos y hasta los dirigentes estudiantiles que salen en televisión se las van a arreglar de lo más bien. Ellos ya tienen los patines puestos.
El primer reproche, entonces, es contra los dirigentes que organizaron el sabotaje a la PSU. “Shame on you!”, como diría Greta. Les aseguro que ellos irán a la universidad, becados, con cupos especiales, o con fuero por ser líderes estudiantiles. Después serán diputados y seguirán disfrutando de sus privilegios. El llamado a boicot les habrá servido para hacerse famosos y asegurar su carrera política futura.
El segundo reproche es para los rectores de las universidades responsables del proceso de admisión. Durante años se negaron a modernizar la prueba. Pudieron convertirla en un examen en formato electrónico, que pudiese rendirse varias veces al año, que incorporara nuevas tecnologías o métodos que se aplican con éxito en muchos países del mundo.
También pudieron haber previsto mejor el proceso de este año, que obviamente sería muy difícil de sacar adelante. Pudieron escuchar más y minimizar menos las amenazas; pudieron asesorarse, coordinarse mejor con el Gobierno y con los padres y apoderados. Hasta con los propios estudiantes.
Pero no, prefirieron seguir con su modo infalible.
Se me viene a la mente que estos rectores son los mismos que han permitido que sus estudiantes les tomen sus establecimientos por meses. Los mismos que parecen tenerles miedo a sus alumnos. Los que les permiten hacer y deshacer. Y los complacen en todo.
Estos rectores se supone que son los máximos exponentes del quehacer educativo en Chile.
Pero basta mirar lo que pasó esta semana —y los rayados en los muros de nuestras ciudades— para entender que su tiempo (y su metodología) ya pasó.
Como dice el dicho, “buenas noches los pastores”. Lo que en este caso vendría a ser, “buenas noches los rectores”. O “los restores”, más bien.