Las movilizaciones sociales tienen un componente emocional que las dinamiza, y los dos más importantes son la angustia y la rabia.
La angustia en los grupos, por ejemplo, se gatilla cuando nos sentimos amenazados, especialmente en temas de subsistencia. Cuando no hay comida, abrigo, trabajo o condiciones básicas para vivir. Entonces, la angustia gatilla la búsqueda de soluciones realistas, comprometidas en el tiempo, con paciencia, tolerancia a la frustración y a la incertidumbre, y con una misión clara en el horizonte.
La rabia, en cambio, emerge cuando nos sentimos frustrados porque nuestras expectativas no se cumplen, y cuando hemos vivido la experiencia del desprecio y de la humillación. La rabia se transforma en agresión al servicio de la defensa y de la denuncia e incluso del ataque proporcionado.
Juntas —rabia y angustia— conducen a una actitud de lucha organizada, con líderes visibles y objetivos claros para obtener una salida. Fue lo que nos tocó ver durante la Unidad Popular. Era una contienda entre líderes, con sus propios programas e ideologías.
Pero cuando es solo la rabia la que se acumula a través del tiempo —fenómeno frecuente en las sociedades con ingresos per cápita sobre los 20.000 dólares anuales—, esta se transforma en ira, resentimiento, odio y envidia. Es lo que estamos presenciando hoy en Chile.
Cuando el malestar proviene solo de la frustración y de la humillación, la masa no pide ayuda (no hay angustia que la ubique en una posición humilde de necesidad), sino que solo reclama, se descarga y golpea. El grupo no está preocupado del sentido de su lucha, sino que se solaza en el placer de destruir al supuesto culpable de todas sus desgracias.
Y cuando se espera que los líderes aparezcan, estos prefieren hacerse a un lado porque saben lo impopular que resulta para la mayoría este proceso demoledor. Más bien, algunos líderes progresistas movidos desde el narcisismo, forman parte de la violencia, con el agravante de no reconocerla. Se coluden sotto voce con ella, porque, sin importar los medios —con una falta de ética vergonzosa—, la usan para obtener el poder que no han podido conseguir por otras vías. Aparentan estar por la democracia, que en esencia es la capacidad de llegar a acuerdos, pero a la hora de sentarse a la mesa no hay liderazgo con quien transar.
Así, la contraparte violenta no tiene líderes. Es solo un espectro que se moviliza apoyado por fuerzas que se esconden, arrasan y se retiran. Entre estos progresistas que se coluden, los hay de dos tipos. Los maquiavélicos que acabo de describir, conscientes de su manipulación, y los que creen ingenuamente que la violencia es la única vía para resolver las injusticias que arrastra el sistema, pero que tampoco están dispuestos a dar la cara. En definitiva, no hay liderazgo por la deshonestidad, cobardía y cinismo a que empuja la agresión desatada en políticos de baja estatura ética.