En estos días estamos inundados de pronósticos sobre lo que nos espera el 2020. Los hay para todos los gustos, pero todos parecen coincidir en que marzo se viene bravo. Pasado el relajo estival, se afirma, las calles volverán a estallar con movilizaciones tras las mismas demandas: pensiones, salud, salarios, Constitución, más otras que se han ido agregando, como libre acceso a las autopistas y a las universidades. Todo unido bajo un mismo lema: Chile no soporta este nivel de penurias y desigualdades, que si no son atacadas con medidas que tengan resultados inmediatos harán que el desasosiego explote nuevamente como una pus que estropeará cualquier asomo de normalidad. De hecho, contra este argumento giran los dirigentes políticos y sociales que dicen saber leer la voz de la calle. “Actúen rápido, olviden la economía y entreguen sin mezquindad —le dicen al oficialismo—, pues marzo viene heavy”. El Gobierno parece sensible al argumento y prepara una batería de iniciativas legislativas con la ilusión de atenuar lo que viene en marzo.
Quizás al “marzismo” no le falte razón. Ahí están las encuestas, que indican la indignación con las desigualdades y el abuso, la cero confianza hacia los políticos y las instituciones, la persistente sensación de que lo que se ha conseguido post 18-O es escaso, y el porfiado respaldo a las protestas, aun si entrañan violencia. Pero hay algo que no cuadra. ¿Por qué el mismo instrumento que no predijo lo que ocurrió en octubre podría ahora anticipar lo que sucederá en marzo?
Porque en esto tampoco puede haber olvido. Hasta la pasada primavera las encuestas nos indicaban unánimemente que los chilenos —entre otras cosas— estimaban haber progresado respecto de sus padres, que se sentían optimistas frente a su futuro, que eran bastante felices con sus vidas y que les tenían temor, más que a los “de arriba”, a los “de afuera” —esto es, a los inmigrantes.
Aquello estalló, convengamos, con el estallido. ¿Por qué ese giro?
No es creíble que antes del 18-O la gente mintiera a los encuestadores y que ahora les diga la verdad, o que ellos estuvieran sesgados y ahora se hayan vuelto confiables. No es verosímil, tampoco, que pasáramos en cosa de días de la “falsa conciencia” a la conciencia. Que antes estuviéramos reprimidos por el “súper yo” y ahora hayamos dado libre curso a nuestros deseos. Que antes viviéramos una ficción y ahora hayamos aprendido a saborear la realidad. En fin, que antes viviéramos dormidos y que ahora despertamos. Lo que pasó es más simple, y no tiene que ver con el pensamiento mágico. El 18-O cambió el contexto, y con esto cambió la visión de nuestra propia vida, y lo que tomábamos por normal, justo y soportable, de improviso dejó de serlo.
¿Cuánto tiempo durará este desajuste? ¿Volverá a brotar en marzo, dando lugar al mismo tipo de convulsiones que las experimentadas en las últimas semanas? No lo sabemos, porque ya hemos visto que la gente cambia con una rapidez y en unos sentidos inimaginables. Solo podemos estar seguros de que lo que suceda no será anticipado por las encuestas.
Tampoco sabemos si el malestar —ese roedor que se anida en el alma humana desde antes que Dios nos expulsara del Paraíso— continuará dominado por la misma narrativa o emergerá una nueva, alimentada por otras ansiedades, como el desorden, la violencia y la crisis económica. En un nuevo contexto, los mismos —sí, exactamente los mismos— que enarbolan hoy las banderas de la igualdad podrían dar otro giro y volcarse hacia ideologías y líderes autoritarios en búsqueda de seguridad. Las encuestas no lo anticiparán, está confirmado; pero la historia enseña que no se puede descartar.
En los días que vienen —si se me permite una sugerencia—, en lugar de ocuparse en el “marzismo”, hay que hacer ejercicios de incertidumbre, improvisación y creatividad.