Hay algo harto artificioso y que no cuadra en “Kassandra”, el unipersonal estrenado brevemente en agosto y que ahora repone Santiago a Mil. Escrita en 2008, es la primera parte de un tríptico con el cual Sergio Blanco, laureado dramaturgo uruguayo que es hoy el de mayor éxito foráneo de esa nacionalidad, aunque la mitad de sus 48 años los ha vivido en París, buscó re-significar personajes míticos de la Grecia Antigua. Quien no es un desconocido acá: antes el festival trajo los montajes rioplatenses de otras dos piezas suyas más recientes y ahora estrena la última, todos dirigidos por su autor, en tanto el mismo equipo local abordó en 2017 y con poca suerte su “Tebas Land”, elogiada en Londres y Buenos Aires.
Tercera obra que dirige la mexicana radicada aquí Soledad Gaspar, asistente de dirección en “Tebas Land”, con Lucas Balmaceda —que la coprotagonizó— como único intérprete, la dificultad de “Kassandra” radica en su texto sumamente disperso. Su personaje es y no es la hija del rey de Troya a quien el dios Apolo le otorgó el don profético pero luego, al negarle ella sus favores, la condenó a que nadie creyera sus predicciones. Su relato suena indistintamente extraordinario y banal.
Vemos a una joven que vende cigarrillos de contrabando y se prostituye para sobrevivir, alguien que no es ni hombre ni mujer y llegó desde otro país como inmigrante huyendo de la devastación de una guerra. En el bar de poca monta en que labora le cuenta su historia a los parroquianos interactuando a veces con ellos. Su charla menciona al pasar que cometió incesto con su hermano, se acostó por placer con reyes y guerreros, una reina la apuñaló por celos y que adora a Bugs Bunny. A último minuto informa que sabe leer la suerte en las líneas de las manos. Hay además otro pie forzado con cara de choreza: ella habla siempre en un inglés básico ya que Blanco cree que ese es el lenguaje que usan los expatriados para sobrevivir.
Lástima que la superposición de esos dos roles separados por miles de años no funciona como contraespejo; al contrario cada cual saca de contexto a la otra. Así el ejercicio de ‘desmitificar el mito' no resulta revelador ni estimulante, en tanto devalúa su fuente. Balmaceda resuelve su tarea con desenvoltura, pero apenas deja entrever la tragedia y dolor que subyace en una, y la frágil vulnerabilidad de quien ha sufrido todas las violencias del mundo actual. Rara vez hay emoción en su entrega, predomina en ella más bien un tono cándido o frívolo, en ocasiones hasta vulgar. De modo que no es raro que parte del público celebre las desinhibidas confesiones de esta Casandra —en particular respecto a su desenfreno sexual y su obsesión por el tamaño fálico— como si disfrutara el show en una disco gay de un performer travesti vestido de ‘drag queen', y no de alguien en tránsito de género, cosa bien distinta.
La impericia de Gaspar para dirigir un texto así se evidencia, además de la magra conducción de su actor, en la teatralidad funcional y escasamente expresiva de su puesta. El único trasto a la vista es una vitrina refrigerada llena de botellas de cerveza, y las luces se prenden y apagan sin ton ni son. Agreguemos que el sauna en que se convierte la microsala a medida que avanza la función se podría aliviar fácil con un par de ventiladores.
Matucana 100. Hasta el viernes 10. 20:30 horas.