La clase media chilena es una realidad muy antigua. A fines del siglo XVIII se expandió con la Administración, la milicia y los oficios. Desde el siglo XIX hasta hoy la ensanchó el desarrollo de las ciudades con el comercio, las finanzas, los servicios y la industria; también la minería y la inmigración. Tampoco hay que olvidar a la extensa clase media rural que se formó en los campos. Constantemente vivió entre un más y un menos material, pero siempre manteniendo su condición. Algunos hicieron fortuna, mientras que muchos vivieron la experiencia de pasar hambre. Ella constituye el testimonio de un país que abría posibilidades a su gente.
La caracterizaba su esfuerzo, tenacidad constante y sobriedad; y la consolidaba su paso por la educación a medida que esta última se expandía de manos del Estado y de múltiples emprendedores privados, especialmente religiosos católicos. Adquirió así un carácter ilustrado que la puso a salvo de los avatares económicos a la vez que le abría numerosos horizontes donde aplicarse y contribuir al país: poetas, profesionales, investigadores, intelectuales y empresarios. Las oscuras fuerzas destructoras que hoy nos afectan han liquidado la primacía del Instituto Nacional y del Internado Barros Arana, emblemas de este respaldo cultural de la clase media y que le traspasó su cuño al país confiriéndole la unidad y estabilidad que lo hizo respetable en el concierto internacional.
En lo que va de este siglo ha aparecido una nueva clase media baja. Más bien se trata de un C3 bajo. Fundamentalmente producto de la elevación del ingreso per cápita del país y del generoso reparto de subsidios con cargo al presupuesto nacional. Pero el “sistema” educacional generado a partir de las regulaciones impuestas por el Estado no estuvo a la altura necesaria para incorporarle un valor cultural que la consolidara y le diera un trasfondo cultural para poder aspirar a algo más que ser consumidores. No ha sido el producto de un país que abre oportunidades, sino el testimonio de un enriquecimiento material que no es producto nacional, sino reflejo de un prolongado ciclo de alto precio del cobre. Es así como en este momento de contracción económica manifiesta un temor explicable ante la posibilidad real de perder los beneficios obtenidos.
Esta situación genera un rompecabezas a la politiquería electoralista, a la vez que constituye el gran desafío para la política de largo alcance que abra horizontes sin distinciones ni favoritismos.