Hitchcock cambió el cine de suspenso. Tomemos por ejemplo una de sus escenas clásicas. La bella Janet Leigh (Marion Crane en Psicosis) está en la ducha. Se abre la puerta. La silueta de Anthony Perkins (Norman Bates) emerge. La cortina se abre, las cuchilladas vuelan, la mujer sorprendida da inútil batalla. Él arranca, ella cae. ¿Qué es lo que nos fascina de esa secuencia? ¿Será, como dijo Poe, que “la muerte de una hermosa mujer es, incuestionablemente, el tema más poético del mundo”? Frío, frío. No es poesía, sino pura naturaleza humana.
El ser humano es una especie singular. Aun cuando no es fácil demostrarlo, investigaciones del desarrollo cognitivo en otras especies confirman nuestra peculiaridad.
¿Qué nos hace únicos? Algunos apostarán por un adiestramiento evolutivo para controlar la violencia. Basta contemplar las lianas que cuelgan del general Baquedano para descartar la hipótesis. Otros por la toma de decisiones racionales frente a decisiones económicas complejas. Tampoco. Experimentos con animales demuestran que eso no es del todo propio del homo sapiens. No, la evidencia apunta a algo más profundo. A algo que define cómo nos relacionamos. Que explica nuestra fascinación por el buen cine de suspenso y mucho más. Lo que nos distingue es la habilidad para ponernos en los zapatos de otro.
Desde pequeños explotamos esa subterránea destreza. Como muchos primates, aprendemos copiando comportamientos, pero también lo hacemos infiriendo los principios que poseen quienes nos rodean. ¿Cómo? Poniéndonos inconscientemente en la posición del otro. Por eso nuestra organización valórica temprana se define a partir de ese entorno.
En juventud y adultez, la misma capacidad tiene una expresión más evidente. Permite simular y entender la realidad de un tercero, aun cuando esta no se comparta o experimente. Ahí nace nuestra única emocionalidad y compasión por el desconsuelo ajeno, un rasgo ausente en otros animales. Esto es esencial. Ya sea en el cine, colegio o living de la casa, al internalizar la desazón del prójimo definimos los límites de lo que colectivamente entendemos como normalidad. Por eso, la ausencia de tal actuar es natural causa de sorpresa y malestar en la sociedad.
Y fue precisamente ese reflejo humano lo que explotó el genio de Hitchcock para cambiar el género del suspenso y el terror para mejor. Más allá del desenlace de sus películas, la sorpresa frente a la aparente normalidad es lo que siempre llamó la atención. Una cotidiana ducha, Marion indefensa, un ataque sorpresivo. No es el delirio de Bates lo que perturba, sino el instintivo ejercicio de ponerse en los zapatos de quien vive el inesperado infortunio. Claro, esa fórmula tiene éxito solo en la ficción. En la realidad genera desolación. ¿Tristeza frente a la plaza vandalizada, la tienda saqueada y la iglesia quemada? ¿Escozor ante la PSU amenazada? Cuando las acciones de algunos trastornan intencionalmente la normalidad de otros, el humano instintivamente infiere que el futuro será peor.