Aún resuenan los villancicos que cantan el nacimiento del niño Dios en Belén, y todavía están frescas las imágenes de personas en todo el mundo que se han puesto de rodillas ante este misterio tan grande de Dios con nosotros.
Epifanía significa manifestación. Concretamente, se refiere a que Cristo manifiesta el misterio de Dios. Él es la nueva luz, la verdadera estrella que vienen buscando los magos venidos del oriente. Al hablar de luz, las Sagradas Escrituras la contraponen a las “tinieblas” en que nos movemos en el mundo. No significa que todo lo que nos rodea sea oscuridad. De hecho, hay muchas cosas buenas y bonitas en nuestro mundo. El problema es que no tenemos la claridad suficiente como para reconocer y distinguir el bien. Pareciera que la cultura del bienestar nos va encegueciendo respecto del prójimo y, quizás, con la mejor intención y buscando hacer el bien, terminamos ofendiendo, dañando o ignorando a quien es nuestro hermano.
No me cabe duda de que parte de la crisis social en que vivimos tiene que ver con esta incapacidad de ver al “otro” y sus necesidades reales; no por maldad, sino por falta de verdadera “luz”. En muchos casos esto se debe a una cultura actual que nos hace competir y pasarnos a llevar, puesto que parece que todo consiste en llegar primero. Pero vivir en sociedad significa lo opuesto: significa caminar juntos. Eso implica que es indispensable ver y analizar la realidad desde otra perspectiva, pues mientras otros sufran, no es posible avanzar.
Los momentos o situaciones de tinieblas también las vivimos en nuestro propio corazón. San Pablo lo dice muy bien: “No hago el bien que quiero y hago el mal que no quiero”.
Pienso que los valores del evangelio se mezclan con los criterios mundanos y no sabemos reconocerlos con claridad y separar los unos de los otros. Nos pasa a todos: ¿cuántas veces nuestra acción no concuerda con lo que dicta nuestro corazón ni con lo que sugiere nuestra mente? Aunque sabemos que la vida es para amar, muchas veces terminamos haciendo daño a quienes amamos.
Una buena parte de este fenómeno se explica por la fuerte tendencia en nuestro tiempo hacia el desarrollo individual que fácilmente termina en egoísmo. Esta es otra fuente de confusión que nos impide ver con claridad. Entonces pasa que la caridad, la entrega y el servicio, que están en el corazón del evangelio, no son ni están en el centro de nuestra vida. Por el contrario, todavía creemos que la vida consiste en acumular riquezas. Necesitamos la luz de Cristo en nuestro corazón para darnos cuenta de que eso no es así.
Pero, sobre todo, Cristo nos trae la luz sobre el verdadero rostro de Dios. A veces esperamos un dios “poderoso” que venga a imponer orden a la fuerza en nuestra sociedad y en nuestra vida. O un dios “patrón” al cual debemos cumplir y contentar para que no se enoje. O uno “justiciero”, que castiga al pecador y premia al bueno. O un dios “mago”, que con su varita va a sanar al enfermo o me va a conseguir trabajo y va a solucionar todos nuestros problemas.
La gran luz que trae Cristo es la que nos revela un Dios que es Padre, que nos ama tanto que se hace uno de nosotros. Su amor es tan incondicional que no se pierde ni siquiera con nuestro pecado. La justicia de Dios no consiste en castigarnos, sino en rescatarnos, salvarnos y hacernos vivir en libertad. El gran milagro es que solo Él es capaz de cambiar nuestro corazón endurecido por el mundo difícil en que nos movemos. Él lo transforma en un corazón de carne capaz de amar y servir.
La epifanía nos enseña que las tinieblas nunca tienen la última palabra. Es la luz que nos regala el Señor que nace en Belén la que queremos que ilumine nuestros corazones, nuestros hogares y también nuestra sociedad chilena, que tanto la necesita.
Les deseo un feliz 2020 a todos.
“Entonces Herodes llamó en secreto a los magos, para que le precisaran el tiempo en que se les había aparecido la estrella y los mandó a Belén, diciéndoles: “Vayan a averiguar cuidadosamente qué hay de ese niño y, cuando lo encuentren, avísenme para que yo también vaya a adorarlo”(Mt. 2, 1-12)