La patria estremecida, de Elizabeth Subercaseaux, podría, a primera vista, parecer la continuación de
La patria de cristal, su anterior tomo dedicado a la historia de Chile, una historia que, en la pluma ágil, incisiva, desenvuelta de Subercaseaux es, en gran parte, un friso de acontecimientos masivos, estruendosos, inclusive gigantescos, pero también conforma un testimonio de innumerables personalidades, de sus conflictos internos y de su intensa vida subjetiva. Ambas obras son, por cierto, parecidas, ya que es la misma autora quien las escribe y esta semejanza reside en la notable capacidad de Subercaseaux para entretener sin ser trivial, para entrelazar hechos dispares, para juntar a gentes de las más diversas procedencias; en fin, para componer un tejido donde nada sobra y nada falta, porque pese a la heterogeneidad que señalamos, las dos novelas poseen un hilo conductor que les otorga plena unidad.
Sin embargo, el libro anterior transcurre en el siglo XIX, mientras
La patria estremecida construye un edificio de episodios que abarcan prácticamente toda la centuria recién pasada. Y tal vez esa cercanía con la actualidad es lo que convierte a esta ficción narrativa —pues de eso se trata, pese a que múltiples actores corresponden a seres de carne y hueso— en un texto mucho más próximo y por lo tanto reconocible para cualquier lector, inclusive para los jóvenes que no experimentaron lo que aquí se cuenta. En efecto, la generación actual tal vez no tenga idea de quiénes fueron Juan Luis Sanfuentes, Marmaduke Grove, Juan Antonio Ríos o Pedro Aguirre Cerda, aun cuando es imposible que ignore a Eduardo Frei Montalva, Salvador Allende o Augusto Pinochet.
La patria estremecida se compone de seis capítulos que comprenden la casi totalidad de los cien años en los que nuestro país sufrió todas las transformaciones políticas imaginables y pasó desde los extremos del conservadurismo, hasta los gobiernos populares, pasando por el único caso que se conoce de un Presidente de la República marxista que llegó al poder en elecciones democráticas —la Unidad Popular—, culminando todo ello en la dictadura más larga de la nación, o sea, la época de Pinochet. Subercaseaux declara que estudió al menos 120 volúmenes para acometer la empresa que se tradujo en
La patria estremecida y, a juzgar por el resultado, forzoso es creerle: su acuciosidad; el registro coloquial y culto del habla, los dichos y los refranes; las referencias a las modas y ropas; los temas musicales o bien el simple recordatorio de fenómenos significativos, prueban que se tomó muy en serio —y asimismo con grata ironía— la preparación de este vasto ejemplar.
Con todo, el capítulo más extenso, y lejos, es “Los tiempos del León:1900-1938”. Ahí emerge la figura de Arturo Alessandri, un líder paradójico: liberal, populista, derechista, progresista o cualquier cosa que uno pueda imaginar. Como es su hábito, Subercaseaux indaga en las contradicciones, la interioridad y las pasiones de este hombre que, a la postre, resulta inclasificable. Junto a él desfilan una miríada de primeros mandatarios fácilmente olvidados —salvo Carlos Ibáñez, con quien nos reencontraremos más tarde—, ministros, dirigentes y toda suerte de individuos rodeando el poder. Además, aparecen y reaparecen una serie de mujeres formidables, casi siempre poco recordadas: Inés Echeverría, Elena Caffarena, Amanda Labarca y otras tantas representantes del feminismo temprano, de la misma manera que concurren personajes secundarios, si bien esenciales en el desarrollo del movimiento obrero, siendo Luis Emilio Recabarren el ejemplo más destacado. Aun así, quien encabeza esta sección y varias más de
La patria estremecida es Manuel Zañartu, un patriarca cuya descendencia nos acompañará hasta las páginas finales de esta vibrante crónica.
En verdad, son tantos y tantas quienes pueblan la narración, que es por completo inviable detenerse en cada uno de ellos o ellas. A Alessandri le suceden dictaduras, anarquía, el efímero estado socialista, los regímenes radicales, el retorno del presidencialismo, todo ello descrito mediante el estilo de Subercaseaux, personal y a la vez profundo. No obstante, frente a nombres imborrables, como Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Vicente Huidobro, Gabriel González Videla, Salvador Allende y otros de una interminable lista,
La patria estremecida, es en definitiva, un cuadro intensamente individual que encuentra su real manifestación en una frase que se repetirá en diversas ocasiones: “el carácter de una persona es su destino”.