El año 2019 que felizmente dimos por zanjado este martes empezó para mí con la muerte de mi editor en ese momento, Claudio López Lamadrid, en enero pasado. Termina de manera curiosamente simétrica, con la muerte de mi primer editor, Germán Marín. Eran, por formación, edad, gustos, dos personas completamente distintas. Germán, para empezar, era chileno (Claudio era español), y además de editor era quizás uno de los mejores escritores de fines del siglo pasado y comienzo de este. Los dos eran grandes, altos, anchos y, de alguna manera, paradójicamente frágiles. Parecía difícil que sus cuerpos, con los que sostenían un diálogo más bien incómodo, llevaran sobre los hombros sus enormes cabezas. Eso hacía difícil imaginarlos caminando, ejercicio que por lo demás evitaban como la peste.
Sus voces eran roncas y enteras, sus opiniones, tajantes, aunque de modo igualmente absolutos solían cambiarlas cuando un autor dejaba de ser “suyo”. Trabajaban los dos para grandes empresas de las que eran empleados, pero procuraban hacerte sentir que no tenían que rendir cuenta a nadie. Ofrecían los dos, más que correcciones a manuscritos, una especie de protección, una sombra gigante bajo la cual cobijarte cuando no estabas seguro de si podías o debías escribir este libro u otro. Sentían que ese era su trabajo principal: darle a la fragilidad siempre insegura del talento una especie de confianza, que luego uno descubría que era muchas veces una invención.
También daban miedo, porque te querían, pero también sabían odiarte; te regalaban, pero tenías que saber qué y cuánto te regalaban. Sobre todo, iban a buscar libros donde no estaban. Memorias prematuras fue un encargo de Germán que me parecía absurdo, que cumplí solo porque el consiguió el absurdo contrato que le pedí para emprender el salto al vacío. La mayor parte de mis libros han sido desde entonces pactados antes de escribirlos, pensados por el editor tanto o más que por mí. Mi horrible ortografía y mi vacilante gramática me permiten el raro privilegio de trabajar codo a codo con una variedad de editores totalmente distintos entre sí. Escribir, descubrí con ellos, es el menos solitario de los oficios.
Los escritores siempre tenemos la excusa de la vanidad para escribir. El editor no tiene ni siquiera ese consuelo. Los libros en que se queman algo más que las pestañas no llevan su firma por ningún lado. Ese aparente desinterés en gente tan poco naturalmente desinteresada, como Claudio y Germán, es la prueba de que la literatura como una moral existe, que sin monasterio ni sotana la literatura sigue siendo un sacerdocio. La literatura es una forma de vivir que mata no pocas veces, porque los libros deforman las voluntades y los cuerpos no siempre para mejor. Germán y Claudio hubieran vivido seguro mucho más años en mejor estado de no contraer en respectivos veranos de adolescentes el vicio impune de seguir en libros la respiración de otro.
Vivir entre libros, vivir para los libros los hizo para los suyos secretos, impredecibles; los obligó a tomar riesgos no solo intelectuales y a ser raros y propios y odiosos y adorables. Convirtió sus cuerpos en testigos de cargo del crimen de quedarse inmóvil con un manojo de hojas de papel entre las manos por horas y más horas que podían haber consagrado a tantas cosas más útiles y sanas que descifrar letras.
No creo en los enfermos de literatura, pero me resulta imposible que la literatura no ponga en cuestión la salud, como tampoco me resultan confiables los presidentes que duermen bien. Seguro que deben existir editores geniales que trotan todas las mañanas y comen su dosis diaria de ensalada. Murakami, por ejemplo, no esconde su fanatismo por la maratón, aunque por supuesto prefiere una forma absolutamente excesiva de ella. Cuando se prueba la droga dura que es una prosa que no miente, es difícil no impacientarse con los escritores sanos que escriben libros vargallosianos, en los que el sujeto antecede siempre el predicado y pueden explicarte la diferencia entre la nueva crónica latinoamericana y la autoficción también latinoamericana. O los que más sanamente aún escriben cuentos y novelas que son solo el abstract del paper con el que harán un interesante cuestionamiento a la mentira neoliberal, opresora y un largo etcétera de innegable vigencia.
Un editor, como un escritor de verdad, es alguien que piensa que hay algo que los libros saben y tú no. Algo que no se sabe de antemano qué es y te lleva a lugares a los que no sabías que podías llegar. Una sed infinita de otras voces más que la tuya, que te obliga a dormir a destiempo, tomar aviones de más; a hundirte en la envidia a veces, a ser injusto, mala onda también; a ser un poco aparte, acostado en esa pieza pubertosa en la que, para disimular otras pasiones tanto o más insanas que los libros, lees y sigues leyendo para escapar a los llamados a tomarse la leche e ir a la playa o la piscina con los primos.