Hubo un destape de acusaciones constitucionales, empezando con el exministro Andrés Chadwick (se ensañan con él), al propio Presidente Piñera, y luego al intendente metropolitano (su pecado: cumplir con el deber de tener abiertos los espacios públicos con “ensayo y error” tras conmociones). Encabezan las acusaciones quienes quieren subirse al carro de un levantamiento popular más o menos espontáneo, lo que no hace a este último moralmente superior. Uno solo constata el hecho, el que además es socialmente transversal; como lo es también —ojo aquí— el horror a su rostro amenazante y asolador. Ha sido inédito en Chile, aunque su historia republicana está jalonada de crisis graves de tanto en tanto. En adelante, por un lapso de tiempo indeterminado, su democracia irá renqueando. ¿Será motivo suficiente para descabezar el Gobierno, desencadenando un derrumbe institucional mayúsculo, incluyendo a otros poderes del Estado, para apaciguar —o excitar más— a pescadores a río revuelto?
El pretexto son los informes sobre violaciones de derechos humanos emitidos por diversas organizaciones, cuatro en lo fundamental. Hay que escuchar algunas críticas a Carabineros de parte de Human Rights Watch (HRW); muchas denuncias corresponden a la realidad, aunque falta hacerse la idea de cómo sucedieron en concreto los enfrentamientos. Estas agencias y la contraparte chilena hacen lo suyo. Su existencia ayuda a apuntalar el Estado de Derecho en momentos de crisis, siempre y cuando no echen leña a la hoguera. Es inevitable que su personal posea un sesgo político, en especial las relacionadas con la ONU, semillero de resentimiento hacia todo lo que huela a orientación occidental, más por santo y seña que por convicción de piel. Adicionalmente, persiste y persistirá el doble estándar. No tocará jamás a las grandes potencias; ni a las dictaduras mientras estas sean fuertes y gocen de protección de otras potencias; en América, excepto HRW, se está en deuda con un informe sobre el régimen de los Castro (miles de desaparecidos en la guerra civil de los 1960). Así, suma y sigue.
Nada de eso quita que hay que absorber serenamente esos informes. Sabemos acerca de la falta de preparación del cuerpo de Carabineros y todo lo que le había sucedido. También, hay que decir que no hay policía en el mundo que pueda estar preparada para una rebelión, justa o injusta, tan violenta y simultánea en todo un país. Y que no se olvide que una piedra puede provocar un daño mayor que un balín; lo mismo un incendio, la extorsión, el saqueo.
¿Que la violación de derechos humanos se refiere al Estado y sus agentes, los únicos que provocarían este crimen tan nefasto? Hay algo de falsete en esto. Liberar de responsabilidad a las fuerzas sociales —casi siempre pequeñas minorías— finaliza por darle carta blanca de tropelías a una de las partes en un conflicto; a implicar que la sociedad —todos nosotros— no tenemos ninguna responsabilidad en el cuerpo político, receta segura para la crisis radical de una democracia. No, los que ejercen o amparan la destrucción y el apedreamiento también violan los derechos humanos.
Descabezar una democracia —como si el gobierno actual hubiese provocado la crisis— acorralando al Ejecutivo es despertar ese dilema terminal, escoger entre la dictadura de la espada y la del puñal. Se idealiza con seguridad la primera; la segunda ya existe en el horizonte (delincuencia organizada, quizás transnacional; apología del arrasamiento), en nuestras sociedades y democracias latinoamericanas, una leve capa institucional en la superficie que recubre una guerra de todos contra todos; y por estos pagos ya despunta su alborada.