Frente a las reiteradas intervenciones del ángel, una y otra vez se deja conducir con docilidad, asumiendo, con no poco sacrificio, una gran misión. Mas que escucharse a sí mismo, a las conveniencias, a los indicadores, abre su corazón para escuchar a Dios y hacer su voluntad.
A las puertas del Año Nuevo, el Evangelio pareciera ser una profética invitación de Dios a reflexionar acerca de si realmente nos dejamos conducir por el Señor. Y digo profética, porque los datos presentes nos indican lo contrario.
Hoy, en efecto, más que buscar la voluntad de Dios, y estar atentos a sus signos, tendemos a tomar decisiones fundadas sobre seguridades humanas, calculadas, materiales y tangibles. Así, la vida se vuelve un verdadero ‘cálculo', donde se pretende tener todo controlado y donde hay poco espacio para escuchar a Dios y abrirse a su propuesta.
Llama la atención cuán instalada está, como un dogma, la idea de que hay que planificarlo todo y descansar la vida en seguridades ‘inseguras'. Nos cuesta escuchar al Señor y dejarnos guiar por Él, porque existe una confianza ilimitada en las cifras y en los bienes. Decidir el momento de casarse, tener hijos, la elección de carrera y las decisiones familiares, en general, están supeditadas preponderantemente a cifras económicas o a situaciones de confort. También las políticas públicas parecen inclinarse en esa dirección: el aborto, la eutanasia y, en general, la cultura del descarte son síntomas de una óptica meramente utilitaria e individualista donde Dios y el otro no tienen espacio.
Detrás de esta forma de ver la vida está la idea de que la fe es una apuesta ‘ingenua' –incluso entre creyentes–, que el Evangelio está ‘atrasado' para estos tiempos y que la propuesta de Jesucristo no toca ‘tierra'. ¡Cuántos de nosotros caemos en esta corrosiva tentación! Es tan fuerte esta forma de pensar y vivir que cuando el Señor nos habla simplemente no somos capaces o no queremos escucharlo, porque nos indica un camino diferente al ‘pensamiento único'.
Por ello, para salir de esta ‘tierra pantanosa' constituida por aquello que no es fiable –los bienes se queman, la economía fracasa, el trabajo se pierde…– resulta indispensable cultivar la fe, no solo con oraciones piadosas, sino que también corriendo el riesgo de hacer la voluntad de Dios, de ‘caminar sobre las aguas'. Lejos de todo cálculo, esto implica abrirse a un horizonte más amplio, arriesgarse, confiar en que lo más ‘real' de todo y que da esperanza, en sentido teologal, es la promesa de Dios.
Unido a la fe, está la disposición al mirar más lejos. A los ojos del mundo, un niño que viene con dificultades no es ‘útil', quita felicidad; o un anciano que está en situación de precariedad en su salud resulta ‘caro' y es un obstáculo; o un joven que quiere estudiar algo no tradicional ‘pierde' el tiempo.
Cuando ‘endiosamos' los números, las cifras y el confort, el Señor no tiene espacio y Su voluntad queda solo como un dato grabado en la memoria, expresado en formas hasta litúrgicas, pero que no toca el corazón. Así como la cultura del descarte nos recluye en la inmediatez de una felicidad efímera, la enseñanza de Jesucristo mira lejos, nos da esperanza y nos proyecta a la felicidad de los bienaventurados, que no es cálculo presente, sino que promesa de futuro.
En un contexto en el que requerimos con urgencia fortalecer las realidades familiares y el tejido social, pidámosle al Señor que el nuevo año nos encuentre más dispuestos para escuchar; más generosos y audaces para caminar, como Israel en el desierto; y que nos ayude a tener la libertad necesaria para acoger el llamado de Dios y, a contracorriente, dejarnos conquistar por su amor, que mira lejos y que integra al sacrificio en la verdadera felicidad.
“Se levantó José, tomó al niño y a su madre, y regresó a tierra de Israel. Pero, habiendo oído decir que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre, Herodes, tuvo miedo de ir allá, y advertido en sueños, se retiró a Galilea y se fue a vivir en una población llamada Nazaret”.
(Mt 2, 13-15. 19-23)