Una mirada a las grandes tendencias de la economía mundial es útil para descifrar los desafíos del Estado para el siglo XXI. Entrando de lleno en una discusión constitucional, esto no está de más.
Tanto la globalización como la tecnología están generando cambios tectónicos en el mundo, así como en los mercados laborales de todos los países. Ambos fenómenos son de naturaleza diferente, pero han tomado una fuerza inusitada en el último tiempo. El primero, fruto de un esfuerzo de abrir los mercados después de décadas de aislamiento y retraso; el segundo, resultado de la innovación de miles de emprendedores.
El acceso a mercados y mejores productos ha beneficiado a muchos países, destruyendo barreras que protegían a productores ineficientes o bien contactados. A su vez, los avances tecnológicos han revolucionado industrias como el comercio, la entretención o las finanzas, abaratándoles a las personas el acceso a numerosos servicios.
Pero el acomodo a estos cambios no es fácil, y un sentimiento de desafección con “el sistema” recorre muchas capitales. La guerra comercial tiene algo de eso, los nacionalismos en Europa también, y, quizá, algunos de los desencantos en nuestro país son parte de lo mismo.
Es que estas fuerzas, independientes entre sí, se potencian. Tanto en sus aspectos positivos como negativos. En un mundo integrado, los avances rápidamente traspasan fronteras, y el que se queda dormido pierde. Winner takes it all, dicen por ahí. Por ello, hay una poderosa fuerza empujando a la concentración, de la cual se deriva una buena parte de las ganancias en productividad a las que podemos acceder. La contrapartida de esto es el desafío evidente a la libre competencia. Su ausencia puede hacer que las ganancias no pasen a los consumidores, sino que queden en forma de rentas.
Esta es la clave del asunto. Las tendencias globales empujan a la concentración, en la que conviven la virtud y la amenaza a la libre competencia. Y aquí radica el desafío del capitalismo, y también del Estado.
Como el cambio tecnológico es incontrolable, los carteles reclaman en contra de “la globalización”. Pero el Estado no debe desarmar la integración, y retroceder 50 años. Su desafío tampoco pasa por cumplir un rol productor en el que nunca destacó. Más bien, necesitamos un Estado verdaderamente comprometido con la libre competencia. Menos asfixiado de grupos de interés y más orientado a promover una cancha pareja, transparente y con reglas claras. Si la Constitución explicitara un rol procompetitivo del Estado, estaremos mejor preparados para los desafíos que vienen. Y los que ya llegaron.