Los testamentos de Margaret Atwood (1939) es continuación de
El cuento de la criada (1985). En esta ocasión, se trata de un libro singular por diversas razones: la más importante de todas consiste en que Atwood, literalmente, ha escrito esta colosal ficción a pedido de sus cientos de miles de lectores. Nadie quedó contento con el desenlace de
El cuento de la criada, sea porque la República Teocrática de Gilead quedaba indemne de sus crímenes, sea debido a que preferimos los finales felices. Por supuesto, un talento superior como el de Atwood, no cede a las presiones; sin embargo, ¿puede haber algo más estimulante para un creador literario que sus seguidores clamen para que prosigan las aventuras ya iniciadas en un título previo? De modo que Atwood decidió inclinarse en favor de quienes le pedían que hiciera lo mejor que sabe hacer, vale decir, construir una nueva fábula a partir de la anterior.
Los testamentos se encuentra emparentada con tres clásicos de la literatura del siglo XX:
Un mundo feliz, de Aldous Huxley,
1984, de George Orwell y
Fahrenheit 451, de Ray Bradbury. El parecido entre estos textos y el de Atwood es evidente, ya que todos vislumbran un futuro apocalíptico, sin seres humanos pensantes, donde hasta la mente es controlada. Pero las diferencias son fundamentales: Huxley, Orwell y Bradbury publicaron hace ocho, siete o seis décadas, mientras
Los testamentos es un volumen recién salido del horno. Y la tecnología que conocieron los citados hombres de letras nada tiene que ver con la actual. Con todo, hay una similitud asombrosa en cada uno de estos relatos: la descripción de un universo regido por un totalitarismo ilimitado; la represión física y psíquica de cualquier manifestación individual; la manipulación del más mínimo movimiento, en fin, el retrato de estados policíacos nunca antes vistos.
Los testamentos lleva estas características a un punto de no retorno ante la puesta en escena de una tiranía sin precedentes en la historia. Gilead es, aparte de un régimen genocida y terrorista, un gobierno de tipo patriarcal, al que de buen gusto acceden las mujeres. Sin ellas, Gilead no sería posible. Aquí se dan cita las tres protagonistas: Agnes, Lydya y Ava. Ellas implantan un complejísimo sistema jerárquico para dominar a cuanta persona resida al interior de las fronteras de esta pesadilla: tías, criadas, ángeles, suplicantes, comandantes y suma y sigue. El virtuosismo de Atwood alcanza grados increíbles, al hacer hablar en primera persona a sus heroínas, confundiendo deliberadamente sus identidades, recurriendo a la teología cristiana, a su vasta cultura y a ser capaz de elaborar un suspenso aterrador, a medida que avanzamos en
Los testamentos. Con todo, nada es en blanco y negro en esta narración y poco a poco descubriremos que una u otra son opositoras, indagadoras o, como se las denomina en Gilead, terroristas. En este punto, es preciso decir que estamos ante un trabajo profundamente feminista, por más que los roles asignado al llamado sexo débil sean coser, bordar, cocinar, prepararse para llegar vírgenes al matrimonio, usar ropa que les cubra todo el cuerpo, mirar siempre hacia el suelo, abrir la boca lo menos posible, en síntesis, obedecer, solo obedecer. Si parece extraño que Atwood se solace en pintar a sus personajes femeninos como meros objetos sexuales, debemos tener en cuenta que
Los testamentos constituye una metáfora de lo que significan la filosofía e ideología machistas llevadas a sus últimas consecuencias.
No obstante, Agnes, Lydya y Ava pronto comenzarán a sacar las garras. La primera es enviada como espía a Gilead por un grupo llamado Mayday que pretende rescatar a las víctimas del terror y, más adelante, implantar la democracia en esa nación, vecina a Canadá. La segunda es la autoridad suprema dentro de esa espeluznante monarquía absoluta, si bien, poco a poco, exhibirá rasgos que la alejan de ella mientras realiza investigaciones genealógicas. Y la tercera es el lazo que conecta a Gilead con el exterior, la agente indispensable en las maquinaciones de Mayday para, por lo menos, vulnerar ese aparataje opresor.
Otra demostración de la maestría de Atwood en
Los testamentos, reside en que, aun cuando hay numerosos varones a lo largo de la trama, a ninguno de ellos se les da el uso de la palabra, excepto para proferir insultos, dar órdenes incomprensibles, ejercer su poder a costa de lo que sea o callar frente al brutal vasallaje que prima en Gilead. De modo que aquí únicamente hay voces femeninas, exclusivamente femeninas.